Es inevitable no hablar de lo que está sonando por todas partes en estos días, la serie Matarife, cuyo primer capítulo es igual que el padre de Carlomagno, breve, como Pipino; Pipino el Breve. Que no fue breve por su reinado, ni por su desempeño en lides amatorias, sino por su estatura, que hubiera sido mejor Pipino el Corto. A propósito, su familia estuvo signada por los tamaños, pues se casó con Bertrada de Laon apodada «la del pie grande» y fue papá de Carlomagno, que así castellanizado no se ve tan claro como cuando lo miramos en francés, Charles le Grand, «el grande» y este del francés antiguo Magné.
La cuestión aquí no es Pipino y su prole, sino la serie que ha sido muy corta, pero que por cuestiones de disociación asociación termina uno yéndose por las ramas, igual que Mundstock, el recientemente fallecido integrante de Les luthiers (se pronuncia lelutié) en la introducción de «A la playa con Mariana». Allí se intenta contar una historia alrededor de Mastropiero, pero en la que el narrador constantemente se autosabotea y termina contando otras historias que no tienen nada qué ver. Así tal cual son las dubitaciones que nos hacen perder el hilo.
Dejando de lado todo aquello, hay para decir que la serie ha sido como Pipino, pero más allá de eso ha dado mucho de qué hablar; por ejemplo, que no dice mucho. Es decir, que no dice nada nuevo, cosa que en lugar de ser una crítica debiera ser un horror, porque allí se habla de las venturas y desventuras sanguinolentas de El matarife (ya ustedes sabrán a quien se refiere), una criatura de la vida real que en efecto se plantea que hizo tales cosas y que, al ser sabidas por todos, pero no haber sido castigadas, ya es causa de preocupación.
El otro elemento pasado por el tamiz de la crítica es la falta de espectacularidad, como si estuvieran esperando un producto pensado para la entretención y no para la denuncia, cosa que preocupa tanto o más que lo relacionado a la falta de novedad, pues nos estaría hablando de una sociedad indolente que estaba a la espera del primer capítulo, no para aprender, conocer o someter a corroboración lo allí dicho, sino con la esperanza de saciar la sed de entretención merced los efectos de la sangre y el descuartizamiento, quizá explosiones, persecuciones y un incendio para darle dramatismo.
Quisiera, además de lo anterior, detenerme en un debate harto entretenido pero también baladí que corresponde a una defensa semántica del asunto aquí presente; el hecho de que se le acuse al matarife de genocida. Porque el genocida es quien mata a muchos, pero cuántos son muchos, ¿2, 5, 10.000?, y todo puede decirse del protagonista, menos que haya matado a tantos, a muchos sí, pero no a tantos. Ahora, que siendo justos no ha matado a nadie, al menos no que se sepa, no a mano propia, y en ese orden de ideas Charles Manson debería estar libre porque en la célebre masacre ejecutada por La familia, aquella secta sórdida, su líder, Manson, jamás empuñó un arma.
Lo gracioso de ese asunto de la precisión del calificativo no es si hizo o no, es qué tanto hizo; de alguna manera se sospecha su culpabilidad, casi nadie con cierto grado de sensatez se anima a defender su inocencia. Hasta dónde alargó la cadena de muerte para considerarlo un genocida y no un «centecida» o «milecida», habría que tener más a mano a la RAE que a la Corte Penal Internacional en todo caso. En ese mismo orden deberíamos preguntarnos si el calificativo debiera ser matarife y no otro, ya que en ningún momento se ha hablado aquí de vacas, mucho menos de su sacrificio y descuartizamiento, actividad que da origen al término, en fin.
Al final de todo esto se ha dicho que es una serie, en todo caso, breve, poco espectacular y nada innovadora puesto que no dice nada nuevo; en contraprestación a esto los defensores han argumentado que no está hecha para los que saben, sino para que los que no saben se enteren porque hay gente que ignora (ignorantes) esos hechos, que no saben de esas cosas, que desconocen datos, cifras y demás. Error garrafal, porque ahora la pelea es sobre con qué superioridad intelectual se creen algunos para determinar si la gente es bruta o no, cómo se puede sentir alguien con el derecho a sospechar del grado de desconocimiento del otro frente a uno o varios hechos.
Y bueno, este intríngulis no me parece demasiado complicado de superar para avanzar en las nuevas luchas bizantinas que se generen alrededor de la serie por opositores o biempensantes. Este país es bruto, ignorante, poco formado, como quieran llamarlo. Y no se trata de señalar falta de inteligencia, estupidez, déficit mental, sino de aceptar que la falta de educación, espacios para la crítica y el debate, ausencia de comunidad letrada, de referentes intelectuales y prácticas relacionadas con la lectura generan que la sociedad sea tonta, ignorante o desconocedora. Es que es tocar fibras sensibles porque los brutos se pueden incomodar si les recuerda que no saben o se les acusa de eso, la ignorancia no platónica es susceptible.
Yo me voy a poner de parte de los biempensantes. La ingente cantidad de consumidores de artículos de opinión que lean esto se van a aburrir mares leyendo sobre Pipino, su mujer y la etimología de Carlomagno; van a fallecer de tedio recordando a Les Luthiers y Mastropiero; criticarán que haya dicho «centicida» y «milenicida» porque son palabras que no existen y aceptarán que matarife es un pésimo título porque el protagonista de la serie no mata ni descuartiza vacas y todo ese fastidio será producto de que son cosas que ya saben, porque acá todo el mundo sabe de historia, cultura general, semiótica, filología, política. Incluso identifican a ojo cerrado que no es lo mismo decir en Colombia producto interno bruto que producto interno, bruto.
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