Ingrid Zúñiga Lara, cofundadora de Colectivo Voz Propia, psicóloga, feminista, humanista e improvisadora de Arte.

Una mañana, después de un sueño agitado, no desperté transformada en un terrorífico insecto, pero sí con la terrible sensación de ser vista como tal. En mi sueño, personas que me quieren buscaban esconderme, se preocupaban todo el tiempo por saber dónde estaba y si me desaparecía por segundos se angustiaban hasta el desespero. Esto, decían, debido a que recientemente se había presentado una serie de crímenes en Buga contra personas de la comunidad LGBTI+, que estaban desapareciendo en extrañas condiciones o eran encontradas muertas y con signos de tortura. En mi sueño tenía miedo, pero no quería vivir escondida, deseaba no ser yo.

Esa sensación que quiso describir Kafka a través de la crisis de identidad de Gregor Samsa, es lo que sentí al despertar ¿Qué hacer si ese sueño es cada vez una realidad más latente? Es doloroso despertar y no ver una realidad muy distinta: en Sincelejo, un adolescente perdió un brazo por la agresión de otro adolescente que le hostigaba constantemente por su orientación sexual. En Valledupar, un joven venezolano fue asesinado a machetazos después de confirmar a tres hombres que él era la pareja de una mujer transexual. En Popayán, una adolescente con dificultad alcanzó a escapar de los disparos de dos hombres que segundos antes le gritaron “¡marimacho!”. En Bogotá, una mujer trans no recibió atención de los paramédicos que la abandonaron tras enterarse de que era trabajadora sexual con VIH, la dejaron morir. En Sucre, fue incendiada la vivienda de un líder LGBTI+, esto tras recibir un ultimátum de 48 horas para abandonar el municipio. En Buga, una activista trans fue asesinada, y en medio del dolor de la familia, días después encontraron sus pertenencias en el mismo lugar del hecho, dejando la duda de la rigurosidad de la institución al hacer el levantamiento del cuerpo, esto en un país donde la impunidad de los crímenes hacía la comunidad LGBTI+ es de más del 90%.

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Cuando estos crímenes se vuelven reiterativos sobre una población específica, como una suerte de castigo hacia quien representa algún daño moral, el miedo comienza a operar, la zozobra nos embiste y no encontramos tranquilidad. Esta es la sensación que deja el existir en una sociedad que vive a diario violencias selectivas y sistemáticas. Selectivas en tanto se dan bajo los mismos criterios: se aborrece lo distinto, se deshumaniza, se niega su carácter de sujeto de derechos. Y son sistemáticas en tanto que se asemejan las características de las víctimas y el modo en que operan las violencias, pero además se da en distintos niveles que son recíprocos: hay quien alienta el discurso de odio, quien asesina y quien realiza un procedimiento penal opacado por el juicio personal.

Esto hace que en la sociedad quede la huella del terror y la culpa. Estos hechos buscan generar tal impacto en la comunidad para que se crea que cualquiera puede ser la próxima víctima, por lo que la mejor alternativa sea negar esas identidades que nos ponen en riesgo. Esto además rompe los lazos comunitarios, cualquiera que haya tejido esta fragmentada comunidad. Ser visto con alguien es suficiente motivo para ser señalado como igual, todo apoyo se esfuma. Es necesaria nuestra sumisión para eliminar lo que les intimida, una ciudadanía individualizada es mucho más manipulable y fácil de controlar.

La impunidad de los gobiernos es otra estrategia de terror, los casos no resueltos, sin detenidos o con penas risibles son producto de un Estado patriarcal y cis-heteronormativo. Las políticas, muchas veces respaldadas por liderazgos coptados, son paños de agua tibia contra el cáncer de la impunidad y los eufemismos con los que nos tratan.

Por eso, la primera lucha – al igual que lo ha hecho el feminismo – es acabar con el imaginario social que legitima estas violencias. Saber que la víctima nunca será la culpable de lo que le suceda ni a sí misma ni a su familia o seres queridos. Acabar con los imaginarios que, no sólo calan en el común, sino en los mismos jueces o investigadores, por eso unos crímenes se investigan con menor rigurosidad que otros o se considera que las víctimas conocían de antemano los riesgos, así que se les responsabiliza a la vez que se señala y estigmatiza.

Es importante seguir siendo visibles, que el arcoíris y el glow no sea regresado al armario, pero, además comprender y apoyar a quien se mantiene allí por su propia seguridad, porque las dificultades de su realidad ponen su integridad en riesgo. Sostener los tejidos comunitarios o tejer unos nuevos que sirvan a las víctimas de cualquier forma de violencia, simbólica o física, y que tengan capacidad de denuncia social.

Poco a poco lograremos que no haya un armario más por demoler. Educarnos como resistencia, para identificar ese gran sistema o a quien no busca más que un beneficio personal. No somos un grupo de desadaptades, sino una disidencia que afecta al estatus quo heteronormativo. Con esto claro, debemos enfrentar todo cis-tema que nos quiera individualizar, ocultar y coptar. Existir es resistir hasta que nadie tenga que ocultarse para la comodidad de otra persona.