El padre García se sentó en una de las sillas Rimax de la sala, para controlar un poco el temblor de sus piernas: ya el cansancio pesaba. No había dormido nada en las últimas cinco noches.  Mientras esperaba al inspector, pasa su mano por su ondulado y blanco cabello, como consolándose. Los minutos que lleva sentado los siente eternos, como la vida eterna que siempre proclama desde el púlpito.

Estaba triste, pero tenía otro sentimiento peor: remordimiento. En ese momento recordó la conversación de hace dos semanas; se perdía en los laberintos de las posibilidades de lo que hubiera pasado si el obispo hubiera aceptado la propuesta. ¡Quizás debí insistir más! –se reprochaba.

Ese día, el obispo Pilón llegó a la parroquia del padre García de forma imprevista. Después de saludarlo, se sentó en la silla que estaba al lado de la puerta que comunicaba la sacristía con uno de los patios internos de la casa cural. Desde ahí sentía una brisa refrescante.

El obispo Pilón había sido nombrado pastor de la diócesis. No quería ser obispo de una sede eclesiástica que no tenía la alcurnia como otras de su natal Antioquia, pero los mandatos de Roma no se podían desobedecer. Cuando arribó de Betania, ciudad donde había sido consagrado obispo de manos el Cardenal López, llegó dando órdenes y cambiando todo a regaños; pronto su orgullo y mal genio fueron evidentes. Por su afición enfermiza a la comida casi todo en él era redondo: era gordiflón, de abultado abdomen y trasero que cuando caminaba parecía un pato ladeándose para ambos lados; de su cabeza, similar a un huevo de avestruz, resaltaba su solideo y su pronunciada nariz sobre la que descansaban sus gafas estilo Jhon Lennon. Como casi todos los obispos, vestía impecable. Lo más indescifrable en el obispo Pilón era su sonrisa, pues no se sabía si era de amabilidad, de burla o de desprecio por los demás.

El padre García, después de saludar al obispo Pilón con gran sorpresa, le preguntó:

–Su Excelencia, ¿quiere comer o tomar algo? El obispo respondió:

–Si García, quiero agua, estoy con sed, –luego, reafirmando su glotonería, añadió– y si tiene algún dulce por ahí, también se lo agradezco.

El padre García se arrimó a la puerta que conducía de la sacristía a la casa cural y dijo con voz fuerte, pero sin gritar:

–Padre Faustino, ¡por favor venga un momento a la sacristía!

Sin que hubiera transcurrido un minuto, el padre Faustino entró a la sacristía. Se sorprendió al ver al obispo porque, al igual que García, no tenía idea de la visita de esa tarde. Casi mecánicamente o por un instinto que tienen los curas ante su superior, el padre Faustino se inclinó haciendo una reverencia mientras el obispo extendía su mano derecha para que el padre le besara el anillo que adornada uno de sus obesos dedos.

García se dirigió al padre Faustino:

–Padre, por favor vaya a mi habitación y traiga la caja de chocolates belgas que está en la mesa de noche; también traiga un vaso de agua para el señor obispo.

Mientras llegaban los chocolates, el padre García le preguntó al obispo si había alguna razón especial de la visita. El obispo respondió:

–Pasaba a saludar y saber cómo van las cosas en la parroquia. Recuerde que se acerca la semana santa –dijo pausadamente, –y quiero saber si todo está listo para la procesión del viernes santo.

–Todo está bien en la parroquia –dijo el padre García. Luego añadió: cada uno de los responsables de la procesión están limpiando y organizando los pasos. Si quiere ahora nos asomamos por el parqueadero, ahí ya están trabajando en siete pasos.

El obispo observaba la sacristía como si buscara algo. García tomó de nuevo la palabra:

–Señor obispo, estoy preocupado por lo que viene sucediendo en Farfán y en La Pedrera; ha estado muy caliente.

–Sí, eso me han contado –respondió el obispo. Luego dijo: hay mucha guerrilla en esa parte de la diócesis. Seguramente, todos esos muertos son producto de los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla.

García, como queriendo continuar la charla, pero sin saber cómo decirle al obispo su preocupación, guardó silencio. En ese momento entró el padre Faustino con una pequeña bandeja, se acercó al obispo y le dijo:

–Excelentísimo, aquí tiene el vaso de agua. Luego, abriendo la caja de chocolates le indicó que escogiera los que quisiera.

El obispo, con su indescifrable sonrisa, cogió un chocolate, se lo llevó a su boca y empezó a comérselo a mordisquitos. El padre Faustino dejó la bandeja a un lado y se sentó. García retomó nuevamente la conversación:

–Le estaba diciendo a su Excelencia sobre la situación en Farfán y en La Pedrera.

El padre Faustino intervino:

–Si, eso por allá está complicado. Hace un par de días hablé con mi santa madre y me dijo que en Farfán todo está muy difícil, muchos muertos. Luego agregó con preocupación, como suplicando: su Excelencia Reverendísima, ¡estoy preocupado por el padre Buenaventura! Un amigo, que trabaja en una de las microempresas comunitarias que el padre Buenaventura ha ayudado a organizar, me contó que lo van a matar, lo tienen amenazado porque él tiene información sobre los implicados en los asesinatos de campesinos en La Pedrera y piensa denunciarlos.

El obispo estaba más concentrado en su chocolate belga; parecía que oía, pero no escuchaba y tampoco decía nada. El padre Faustino insistió:

–Su Excelencia, ¿no cree usted que es mejor que saque al padre Buenaventura de La Pedrera por algún tiempo? No sé, decirle que se vaya para la capital. Esos rumores no me dejan tranquilo.

Cuando acabó de comerse el chocolate, el obispo dijo:

–No voy a sacar al padre Buenaventura de La Pedrera. No va a pasar nada –afirmó. Él tiene que continuar su labor pastoral. Luego agregó: lo que le voy a decir es que se concentre en su parroquia y que deje de meterse en asuntos que no le incumben.

Ante esta respuesta, el silencio inundó la sacristía. El padre Faustino insistió tímidamente:

–Creo que, por precaución, debería llamarlo para que venga a la parroquia; él nos puede ayudar con la semana santa. Por favor su Excelencia, piénselo.

El obispo, nuevamente con su sonrisa indescifrable, respondió en tono molesto, insinuando que ya había tomado una decisión:

–¡El padre Buenaventura se queda en La Pedrera! –Luego adicionó: padre Faustino, eso no va a pasar nada, por obra y gracia de Dios.

Ya puede pasar usted –dijo el inspector señalando un pasillo mientras se acercaba hasta donde estaba el padre García. García dejó de recordar, se paró y caminó lentamente, sus piernas temblaban. Entró en la sala y el frío de esta lo dejó más tembleque que antes. Sentía que el corazón se le salía por la boca al ver todos esos tumultos blancos sobre las mesas de acero inoxidable.

El inspector se paró frente al padre García con una de las mesas de por medio. Dijo con su voz seca:

–Vea padre, el cuerpo que hallaron en el río, y que usted ha venido a reconocer, solo tenía el tronco y las piernas. Al occiso lo decapitaron, le amputaron las manos y lo castraron. Luego adicionó: por favor, observe el cuerpo detenidamente e intente identificar alguna marca o característica que ayude a reconocerlo.

El inspector levantó rápidamente la manta. El padre García, con el pañuelo empapado de alcohol cubriendo su nariz y boca, observó lentamente mientras sentía como si también a él lo estuvieran picando; y dijo: ahí, en la pierna derecha, hay un pedazo de metal. Es él, el padre Buenaventura tenía un implante de platino –dijo García.

No había duda, por gracia de Dios lo habían callado.