
A veces no, casi siempre no se explica uno nada. Sobre todo con las personas no se explica uno nada. Las relaciones entre personas poco responden a las razones o a las leyes de la física, o quizá todo lo contrario, es que responden demasiado a las leyes de la física y nos hunden hasta el fondo del precipicio las personas que viven con gravedad, que miran con gravedad, que nos dicen con gravedad y que terminan haciendo que besemos con gravedad, en todo caso no se explica uno cómo, pero lo importante no es eso, ni las personas graves, sino otro tipo de personas, otra criatura del bestiario sentimental que hasta hace muy pocos días vine a caer en la cuenta de que existía.
No sabría cómo describirlas, no sé muy bien cómo son; de hecho, pensaría que no tienen una clasificación por patrones de comportamiento o apariencia, sino que se juntan en un solo nombre por el efecto que producen: el tocador de sombras. Pero primero que el tocado está la sombra, ¿qué es la sombra?, ¿esa mancha oscura que es porque no es precisamente puesto que su existencia ante los ojos es producto de la ausencia de luz en contraste con la luz que le rodea? Pues nada de eso, me temo, la sombra en realidad es el Juan más allá del Juan que todos ven y que, incluso, el mismo Juan puede ver. La sombra es la voz que nos habla cuando ya todos duermen y uno no duerme, la sombra es en realidad la cara triste del payaso y el hombre que va al médico presa de su melancolía y a quien el doctor le recomienda ir a ver a Garric, la sombra es ese Garric pesaroso.
Así pues, la sombra se constituye como la persona que está atrás del maquillaje, las gafas y tapabocas; la sombra es un nombre gaseoso que existe tras bambalinas y pocas, poquísimas veces sale; la sombra es la voz musitada que a veces fluye como un río gris en conversaciones de cama y también una mirada, cierta mirada que titila tenue y solo el tocador de sombras advierte porque la sombre, sin querer nosotros los de afuera, sale a flote para presentársele. El tocador de sombras también es besador de sombras, baila con la sombra, sabe su nombre y lo paladea, un flautista que hechiza, no diría cobras que salen de sestas de mimbre, sino ese nombre oscuro que a veces nos asusta, que nos empuja el pecho en un suspiro, la verdad más allá de la que verdad que en realidad todos somos y que por los juegos de la vida escondemos en un título, un rol un simple silencio.
Cualquiera puede ser un tocador de sombras, pero un tocador de sombras no es capaz de tocarlas todas, apenas si atrapará una o dos en su vida, pero ya tocar una sombra podría constituirse como el logro de tocarlas todas, pues cada persona es un universo en sí mismo, la sombra es el infinito en cada uno de ellos. El tocador de sombras logra su cometido cuando sabe el nombre de la sombra, así como el exorcista siente un triunfo alejado de todo orgullo pecaminoso cuando descubre por fin el nombre del demonio que reina en el poseído; pienso, pues, escribiendo esto, ¿cuál será el nombre de mi sombra?, ¿quién sabrá para que me informe cómo le digo?
Los tocadores de sombra dejan alta huella. No supiera uno cómo, pero cuando se van dejan un rastro de todo lo que somos que se aleja junto a ellos, aún cuando se seque quedará la marca, y solo hace falta desearlo para encontrar la huella hasta su puerto. Piensa uno que fue precisamente por la cicatriz que nos dejaron, porque han sido sujetos de trascendencia, en realidad lo son, es claro el punto, pero en realidad lo son, ya no por nosotros, sino por nuestra propia sombra que los reclama; por eso no nos explicamos del todo su impronta en la memoria, ni el eco generado que se extiende en un suspiro, mucho menos la algarabía del corazón si se le advierte o el olor concentrado en cada recuerdo atado a su persona. Y, claro, es difícil de entender todo aquello, cuando no es una reacción propia o consciente, sino la pataleta de una sombra que anhela a su tocador.
De nada sirve esto que digo o casi nada. Lo olvidaremos todo en pocas horas. En todo casi quisiera decir que más allá de toda esta relación unilateral hay un pequeño milagro, digo milagro porque las probabilidades son escazas. Un tocador de sombras en medio de su empresa de fantasmas advierte una víctima en medio de la noche, sale a bailar con ella, la huele, la mira, la corrompe, la invita a cigarrillo o a cerveza, intenta pasar la noche intentando encontrar en qué momento se manifiesta su otro espectro gaseoso y sutil, llega un momento, después de algunos logros en que por fin la toca, pero de nada sirve o queda en tablas todo, cuando cae en cuenta que su propia sombra ya está siendo presa del mismo juego. Dos tocadores de sombras se miran y solo con mirarse saben el nombre de la cosa, la causa de algún brillo, el valor de una noche en vela.