Ha sido una de las bellas preguntas que me han hecho, por la manera en que la hizo y por estar llena de una inteligencia que solo podía provenir de la curiosidad infantil. La niña de unos cinco o seis años, hija de un amigo, se me acercó interrogante con una híbrida actitud de timidez y decisión; como muchas de las preguntas de los niños, me sorprendió iniciálmente, pero supe entender la profundidad de su pregunta, entonces le expliqué que mi mamá era negra y que yo había nacido con el mismo color de su piel. ¡Aaah ya! expresó la niña de una manera comprensiva y asintiendo con la cabeza dirigió sus pasos afuera de la sala.
Fue solo un momento, hoy después de muchos años, pienso que esa pregunta de la niña (que hoy ha de ser una madre), fue solo el inicio de un diálogo inconcluso del que tendría que haber surgido un rico universo de preguntas, y claro, también de respuestas. Cuántas cosas más le hubiera podido haber dicho, por ejemplo, que el mundo es diverso, que no todas las flores son blancas, que no todas las aves son blancas, que no todos los vestidos son blancos, que la belleza de la naturaleza y del mundo son también sus múltiples y coloridas formas.
Aprendí de esa pregunta y también de muchas vivencias posteriores, (agradables unas, no tanto otras) que aunque hoy las sociedades se funden cada vez más en mestizajes étnicos, por demás enriquecedores, todavía muchos guardan en su ADN cultural la ignorante creencia de una supuesta superioridad racial.