Estoy saliendo de un hospital, de una estadía de once días. La salud bien: cirugía, recuperación cuidadosa, tranquilo. «Eso es porque sos un guerrero, un héroe» alcanza a decirme alguien. Palabras ridículas de moda. Ni tengo talante violento, ni propensión al sacrificio. También me han incluído en cadenas de oraciones, concentraciones energéticas, encomendado a ángeles y arcángeles. Nada. Para salir bien de una operación y recuperarse lo que se requiere es manejar con dignidad el culillo y la desvergüenza.
Antes de la operación, bastante compleja, tuve claro que el riesgo mayor era no operarme. Así espanté las noches de nubes negras. Además, apareció Raquel –paciente del mismo médico en la misma operación– contándome que al otro día de salir del hospital, madrugó a comprarse su pandebono. Así que adiós culillo.
Ah, pero manejar la desvergüenza es más complejo. Despierta uno en una UCI, que es como un calabozo. Está conectado a múltiples pantallas y oye sus pitos. Y claro, tiene ganas de… Levanta la cabeza, logra que una enfermera que llena formularios en un computador se fije en uno, venga y uno le cuenta que quiere orinar. «Hágalo en el pañal», dice ella. Pero mire, es que también quiero cagar. «En el pañal, por favor». Uno contiene las ganas, pero las ganas vencen. Al rato llega una chica muy tiesa y muy maja, «voy a asearlo», dice al tiempo que abre el pañal, echa agua sobre uno, mete sus manos enguantadas… Termina, lo baja a uno de la camilla, lo sienta en una poltrona que hay en un rincón y uno se queda horas allí, sintiéndose castigado. Menos mal por la pandemia, no nos vemos las caras.Ah, es el inicio de un proceso en que la grotesca desnudez de uno queda a la vista de todos, en que el aseo de sus partes íntimas es hecho por otros. Créanme, para vivir esto no basta la fe. Se requiere algo más valioso: poner cara de dignidad mientras camina rumbo al baño teniendo en claro que no va a alcanzar a llegar.


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