Ingrid Zúñiga Lara, trabaja como Apoyo pedagógico de Proyecto Nasa, es psicóloga, feminista, humanista e improvisadora de Arte.

El 29 de octubre, cuando ocurrió la masacre de La Luz, en Tacueyó, donde las disidencias de las FARC, al parecer contratados por grupos de narcotraficantes, asesinaron a 4 guardias indígenas y a la gobernadora Cristina Bautista, rápidamente se difundió en redes el video de una tanqueta del ejército entrando al centro del poblado.
Entre mis contactos que compartían el video se alegraban de que, quienes pocas horas antes habían sembrado terror “ya no podrían seguir haciéndolo”. Los comentarios en redes al respecto dividían los ánimos en dos. Unos criticando a los indígenas: “Tanto han criticado los indios al ejército para que hoy los tengan que aclamar llorando”, “si eran tan valientes para darle rejo a un soldado, pues que hagan lo mismo con las guerrillas”, o más crudos aún: “así como sacaba al ejército a patadas, ahora que reciban su merecido”. Otro tipo de comentarios se lamentaban: “Ya tienen la excusa perfecta para entrar a nuestro territorio a hacer lo que les dé la gana con nosotros”, o “ver estas tanquetas me remueve recuerdos horribles, lamentable situación”.
Estas posturas en redes son una pequeña muestra de la fragmentación de opiniones en Colombia. Hay tres principales. Por un lado, quienes desconocen las realidades de cada territorio, o lo que representa para los indígenas el retorno de las fuerzas armadas, o confían que las soluciones inmediatas son suficientes. Por otro lado, aquellos, que considero debe ser un poco más cercanos, conocen un poco de lo que sucede en los conflictos del territorio. En éstos, sin embargo, prevalece una lectura sesgada y externa que sigue desconociendo las situaciones históricas. Este último grupo sabe lo inmediato y lo reduce. Hay un tercer grupo que habla en primera persona, “nuestro pueblo”, “nuestro territorio”, “nosotros”. Es sin duda el grupo que habla desde el lugar que vive y siente el conflicto, pero que irónicamente no es escuchado por ninguno de los grupos anteriores. Entre los que no escuchan está, obviamente, el gobierno, que después de múltiples advertencias envía guerra en lugar de paz. Tal es la indignación que un miembro de la comunidad denuncia en redes:

No existe un sólo motivo para alegrarse por la llegada de tanquetas militares, por el contrario, hay varias razones para estar en contra. En muchas ocasiones la sangre que se ha derramado va por cuenta de las armas del Estado, no sólo por el fuego cruzado o los fatales “errores” militares, sino también en actos fríamente premeditados como el asesinato del comunero y líder Eduin Legarda, por el que intentaron durante 10 años inculpar a su esposa. Hecho por el cual tuvieron que rendir un acto público de perdón en 2018. Para una muestra más actual, a pocos días de la masacre, la camioneta en la que iba la guardia y la gobernadora Cristina Bautista, fue incinerada mientras permanecía en custodia del ejército, es decir, que no hay garantías de que se puedan sentir a salvo con la presencia de las fuerzas del Estado.
También son muchas las razones por las que los pueblos indígenas defienden su autonomía. Alegrarse por el ingreso de tanquetas como cese de acciones violentas es cuando menos una mirada ingenua, pero reprochar la resistencia al ingreso de los grupos armados legales es negar las violencias y el conflicto histórico que existe contra los pueblos ancestrales. Ignoran que la guardia indígena controló por mucho tiempo, con chonta en mano y verraquera al hombro, los intentos de pequeños grupos de tomarse el territorio por vía armada.
Es que con un Presidente como Duque da la sensación de que los bandidos se sienten más tranquilos de actuar con total impunidad, ese es el resultado de las masacres que vemos hoy a diario: El 16 de abril de 2020 un niño de 14 años recibió un impacto de bala en medio del fuego cruzado entre la Fuerza Pública y la Columna Móvil ‘Dagoberto Ramos’, horas más tarde falleció. A mediados de junio se conoció la historia de la niña Embera, de 14 años también, que fue abusada sexualmente por al menos 7 soldados. Casi inmediatamente salieron los voceros de la guerra a decir que se podría tratar de un falso positivo y que no era raro que los indígenas, amigos de las guerrillas, inventaran este tipo de cosas para desprestigiar a la institución.
Estas situaciones vienen nuevamente a consideración porque el 26 de agosto se conmemoró el Día nacional de la niñez indígena, conmemoración que se da como acto de resistencia para rememorar el hecho del 2009 en el que un grupo de encapuchados masacraron a 12 indígenas Awá, entre los que había 5 menores: uno de seis meses, 3 de 5 años, uno de 13 y uno de 17. Ser niño o niña indígena en Colombia es pertenecer a la población más vulnerable a los efectos de la guerra, al olvido del Estado y a las palabras lastimeras de quienes detentan el poder.