Hace unos meses me visitó mi papá, por esos días estábamos intentando arreglar nuestras divergencias sin saber que al final, como dignos de la Colombia irracional, seguiríamos sumando razones para nuestras cuitas. El asunto es que su visita no fue convencional y por el contrario me hizo sentir miedo. Su aliento traía a la parca. Pensé en que sus días estaban cercanos, o los de mi mamá, o los de mi hermano, o los míos. El orden de esta selección se hizo a partir de probabilística y lo que más me aterró fue verme como espectador de la muerte.

Un día, mientras caminábamos hacia lo alto de un cerro paró a echarme uno de sus cuentos, de esos que algunas veces me molestaban. Me dijo que la vida era una sumatoria de experiencias que ya estaban contadas, es decir, que nacemos con todo lo que vamos a vivir y, a medida que pasamos por los lugares o compartimos con personas vamos restando tiempo en pie. Claro que no puedo creer en tal idea pues va en contra de mis principios, pero algo de romántico y tenebroso tiene. 

Mientras me explicaba su idea de la vida y de la muerte, también mencionó que sabemos cuándo moriremos porque vemos caer a quienes vivieron con nosotros, fuera cerca, fuera de vista, de oído, o de tacto. Vemos apagarse las voces de los actores que esperábamos en una nueva producción, vemos que el niño o la niña que jugó con nosotros yace con su sangre tan coagulada como para que se vuelva rígido el cuerpo. Algunas veces alcanzamos a despedirnos de quienes amamos, y como en las películas lloramos, otras veces, cuando se trata de alguien que estuvo pero ya no hace parte de nuestra vida cotidiana, simplemente dejamos salir una sonrisa descarada porque alguna vez nos mezclamos entre fluidos y sonidos. Entonces, cuando eso pasa, sabemos que pronto será nuestro turno.

Ese día, no lo entendí bien. Como lo dije hace unas líneas, no es que me sienta cómodo con esa idea; la predestinación no está en mi haber, sin embargo, mientras más días pasan, las premisas de mi papá van cobrando sentido, se aferran a mis huesos y me recuerdan que es más sutil engañarse que creer en el libre albedrío. Me paro frente al espejo, sé que algo murió en mí, que mi piel es otra y que mis células han pasado por esa etapa inesperada, pero segura. También he comenzado a ver que los niños y niñas que jugaron conmigo hoy son padres y madres. En las fotos se ven viejos, las canas asoman entre los pelos de la barba o de la cabeza y me recuerdan que, como los míos, representan fallas en la información, nuestros cabellos no recuerdan que deben teñirse y se decoloran; y aunque lo vemos como algo sensual, realmente es la prueba de que vamos muriendo. Y los hijos de mis amigos, sí, esos seres que hoy van cumpliendo la edad en la que yo conocí a sus padres, me avisan que también envejezco y que vivo en la etapa en la que mi papá quizá pensó en esa idea de que todo venía contado.

Hace unos días se murió una prima, prima hermana de mi papá. La parca vino por ella. Realmente no compartimos mucho, pero para mi papá se trató de una hermana. Me pregunto por él, ¿Acaso volvería a pensar en esa charla, así como yo?, ¿Acaso recuerda que la muerte va acompañando nuestra cotidianidad y nos manda señales todo el tiempo, nos recuerda que siempre está allí esperando por nosotros?, ¿Sentiría miedo?, ¿Pensó en que la muerte le comienza a respirar más cerca?, ¿Acaso se trata del adiós que nos recuerda que también seremos despedidos? 

Quizá nunca había pensado tanto en la muerte como lo estoy haciendo en este momento, no le he dado el lugar que se merece, pero al recordar lo que me dijo mi papá y ver a mi alrededor siento algo de temor y curiosidad. Temor, porque aún no quiero morir y las preguntas abundan mi cotidianidad, pero curiosidad porque finalmente algún día tendré que apagarme, y quizá tendré la oportunidad, si es que así se le puede llamar a la espera, de ver desfilar los cortejos fúnebres con las personas que algún día compartieron conmigo.

Eso sí, lo único que pido es que mi muerte sea voluntaria, algo ambicioso para el mundo moderno, y que mientras me voy apagando me dejen escuchar el tercer movimiento de la «Suite bergamasque», “Clair de lune”, de Claude Debussy.