Para mí, existen una serie de políticos en Colombia que representan una política bucólica. Es una política meramente declamatoria que romantiza la realidad, que evita la confrontación como si fuese un síntoma patológico de la política. Es una política que implica un ser y un estar específico, un tipo de presentación de sí, de representación de los demás y de las dinámicas sociales que son, ante todo, una apuesta estético-moralizante. Y todo ello es, desde mi punto de vista, desastroso para el país.

Recordemos que el arte bucólico se sitúa como expresión en una determinada temporalidad. En el Renacimiento se utilizó para pasar del ahogo teocéntrico al culto por las referencias grecolatinas. Esto se hacía, por supuesto, desde las clases nobles y los hacendados que luego constituirían la clase burguesa. En términos llanos, eran los de capital cultural ilustrado y rebeldes al régimen los que promovieron este tipo de arte.

En este arte se configura el rol del bucólico, el del campesino pastoril, para el cual la naturaleza era una cierta parte de su extensión, sin contradecir su protagonismo. En esa naturaleza todo era habitualmente límpido, cristalino, dando una atmósfera reflexiva y contemplativa ideal para que el campesino se viera en el remolino de sus emociones y pudiera expresarlas cada vez con mayor encanto. En otras palabras, se idealizó tanto la figura del pastor como la del campo. No lo montañoso, ni el monte, mucho menos la selva sino el campo que se presenta inofensivo y domesticado.

Este mundo fue idealizado por aquella clase alta rebelde a cierta tradición. Su expresión verbal y su visión del campo y de los campesinos también dan cuenta de aquella distancia. La divergencia radica en que eran personas ilustradas simulando ser, literariamente, campesinos. Se impostaba, por tanto, la voz del campesinado y se lo representaba reflexivo, ilustrado, contemplativo. Quizás, como se deseaban que fuesen.

Para los bucólicos la naturaleza es un ornamento, una decoración o un entretenimiento, que en últimas se puede monetizar. En esa naturaleza no hay riesgos, es espectacular, es para exhibir, para transitar y fotografiar. En su actualización colombiana, los indígenas son decorativos, los negros son folclor, los trabajadores son elogiadores y los campesinos son contemplativos. Para los políticos bucólicos, la cultura es lo que ellos aman y su labor es evangelizarnos en ella y no entienden que cultura ya tenemos. Porque para los bucólicos los ciudadanos estamos vacíos (o mal llenados) y ellos nos vienen a moralizar (decirnos qué está bien y mal) y a estetizarnos (guiarnos a lo bello).

Para este tipo de político, los ciudadanos debemos reflexionar en un abstracto obtuso, no exigir ni demandar, mucho menos protestar. Para el bucólico el trabajador reflexiona en servilletas; y en ese gesto, el bucólico no se cuestiona sobre los derechos laborales, las condiciones de trabajo o sobre la ausencia de material para comunicarse de manera más digna con un señor que luego lo representaría.

Para los bucólicos prima el cómo se ve, la forma por encima del contenido, el estatus sobre el recorrido, lo declamatorio sobre lo orgánico, la pose sobre la militancia. Para ellos prima, ante todo, la floritura retórica. En su ideal, Colombia es pasión, las poblaciones son atractivos locales, los recursos naturales son, esencialmente, fotografías; la sociedad es armoniosa: las disputas políticas son síntoma de algo malo (ignorancia o salvajada) y no como síntoma de la heterogeneidad de posiciones, de la inevitabilidad del conflicto y mejor apuntar, como en otras posturas,  por instituir canales para su resolución.