Acabo de darme cuenta, en una santa epifanía, que todo producto categorizado como opinión, arte, política y demás es producto de cierta certeza o de cierta llenura, de cierto vacío inútil. Si todos anduviéramos tristes, tristes de verdad, no andaríamos por ahí opinando sobre cosas y candidatos blancos y candidatas negras y cándidos candidatos. Siento, pues, que la real tristeza –¿Acaso alguna lo es?– no da tiempo de nada más allá de la propia conmiseración. El que está triste de verdad no tiene tiempo para hacer de la tristeza algo productivo, anda en sus propias dubitaciones, caminando pegado a las paredes con dolor en los ojos parecido al de la migraña o evitando la tundra de los pensamientos tomando café, jugando billar o lo que sea. Yo no es que esté muy triste, pero creo que debería estarlo, en ese orden he tomado la responsable decisión de estarlo con total convicción, velando un muerto que ya no me ronda; todo lo anterior no me ha dado tiempo para mucho, ni siquiera para deprimirme; estar triste y deprimido son cosas diferentes, también he pensado en eso. Estar triste es como una condición del espíritu que se manifiesta en estéticas poco claras. Percibimos un atisbo de tristeza en ciertos ojos de cantantes, pintores actrices, no quiere decir eso que estén deprimidos, solo son tristes. A veces se nace y se va hasta la tumba con eso, gente que mira triste toda la vida. Tienen hijos, se bañan, se casan, montan en la rueda tristes y un día se mueren y luego descubrimos en sus fotos que eran tristes, que siempre estuvieron tristes; los depresivos, pensaría, son otra cosa, diferentes, sin ningún tipo de estética ni atractivo; el triste es funcional, el depresivo no puede serlo porque, maldita sea, su cuerpo es su enemigo, un gato pequeñito que en cualquier momento sale de una esquina y lo ataca, pobres depresivos.

El caso es que pensando en eso llegué a lugares del pensamiento un poco extraños, más extraños de lo regular. Pensaba, por ejemplo, en lo patético que tiene que ser cagar con una profunda tristeza encima. Imagínense sentir que nada tiene sentido, que todo se fue, que hay una opresión en el pecho que no cesa, pero sentados en un sanitario mientras sale de nosotros un gramaje inexacto de mierda que además tenemos que segurarnos que se limpia toda y a lo mejor en esas untarnos y tenernos que lavar las manos muy muy bien –Uno cuando está triste se pone distraído y pierde dominio de sí– porque es muy triste estar triste y untado al mismo tiempo. O imagínense a alguien con una tristeza muy seria teniendo que amarrarse los cordones todo el tiempo porque tiene de esos zapatos que nunca amarran bien o limpiando la licuadora en el fondo, en fin, pensaba, pues, que estamos condenados al patetismo. Cuando se está verdaderamente triste dios debería concedernos momentos de solemnidad, acostarnos a dormir y levantarnos limpios. No tener que comer, cepillarse lo dientes, sacar la basura o quitarse un moco que se asoma por la nariz y silba. También estaba pensando que la tristeza está sobrevalorada, como que no hay que respetarla tanto. No se trata de ver un triste y pensar: pobre triste, toca preguntarle si está bien y darle su tiempo y no sé qué. No, nada de eso, si el triste sale a la calle que se aguante, que se tome el agua en silencio, pero sin poner su cara de triste para que le pregunten si está triste o está bien y decir: estoy bien, y el otro pensar: no, está triste, pero como lo niega no le puedo decir nada y toca acompañarlo y tengo algo que hacer, pero no puedo ir porque voy a dejar al triste solo. En fin, pocas contemplaciones para los tristes.

Finalmente, en este mundo neoliberal el tiempo es oro, así que hay que capitalizar la tristeza, usarla para alguna cosa. En mi caso, me meto una infusión de lástima y me pongo a escribir poemas y siento que son buenos y entonces los publico y la gente piensa que en cualquier momento voy a aparecer muerto o algo así, todo porque otros tristes lo han hecho, cosa que siento que es un completo despropósito, porque tengo que aprovechar que llevaba mucho tiempo sin escribir poemas, así que no, no me voy a matar ni lloro en el colchón cuando llego por la noche. De hecho, debo confesar que disfruto poder ver lo que me da la gana sin preguntar si es del gusto de la otra persona, puedo parar la serie cuando quiera, apagar o dejar encendido el tv. Puedo, incluso, dormir con dos pares de gafas en la cama, una a los pies y otra al lado, puedo pedir un domicilio sin preguntar, ¿pedimos en tal sitio?, ¿no?, ¿entonces en cuál?, no, en ese no, pidamos en tal, ¿tampoco?, en fin, ustedes conocen ese diálogo. Pero no, la gente cree que estoy realmente mal, y no, lo que estoy es realmente triste, que de eso no quepa duda, pero no muy triste o poco triste, no es un tema de cantidad, sino de corroborar la condición, cosa que genera culpa, además. O sea, eso de no saber qué tanta cantidad de tristeza tengo genera culpa, porque me preguntan: ¿te ha dado duro la separación? Y tengo que decir inmediatamente: uy, ¡claro!, pero luego me quedo pensando qué tanto si disfruto ver la serie que me gusta sin preguntar si le gusta a ella. Más bien extraño cosas, por supuesto. Me llegan ninjas nocturnos con ataques de nostalgia, claro. Pero eso no es tristeza, es como melancolía, que es otra cosa, es como la tristeza de los poetas. Lo que más pesa es el silencio, volver a acostumbrarse a él, la soledad es recelosa, como aprender a jugar billar. Si uno deja de hacerlo, no pierde del todo el hábito, pero sí se resiente, se pierde calidad y comodidad.