
En la iglesia vecina se oyó el tañido de una diana que, como un llanto, rasgó el silencio de la tarde y sentí que mi sangre se congelaba. Inmediatamente supe que se trataba del sepelio de alguno o varios de los muchachos masacrados en la madrugada del domingo 24 de Enero. La desazón y la indignación me hieren desde que supe de la lúgubre noticia, esos muchachos, fueron “mis muchachos” cuando fui su profesor de estadística hace ya casi tres años, y el cariño cuando nace del corazón, no lo socava el tiempo. En estos momentos no hay palabras suficientes para brindar una brizna de consuelo a sus compañeros y familiares, aunque Víctor Diusabá me permitió escribir unas líneas al respecto en su columna semanal de El País, la bronca me hace regresar a esta tribuna de manera anticipada. Desde el momento de la fatídica noticia retumban en mi cabeza las palabras del poeta de la paz:
“Mientras en mi país la muerte armada, a quemarropa mate la mañana, yo no puedo escribir sino con sangre, porque yo soy la herida Colombiana…”
Carlos Castro Saavedra
Las circunstancias puntuales de la masacre no son de mi interés, las habladurías y conjeturas que pululan entre los compungidos coterráneos me parecen intrascendentes y no me intriga encontrar la respuesta a la pregunta de ¿por qué los mataron? Eso es del interés de las autoridades judiciales, no mío. Lo que me aterra es pensar en que los bellacos que cometieron tan execrable crimen se encuentran entre nosotros, pueden ser el señor que está en el puesto de atrás en la fila del banco, el que toma cerveza en una tienda, o el borracho que pone rancheras de madrugada.
¿Qué tipo de personas son aquellas capaces de cometer semejante acto tan cobarde y atroz? Yo no logro tan siquiera imaginármelo, son monstruos de los más tenebrosos que ha conocido la historia reciente.
En 1943 un piloto de la Luftwaffe vio un bombardero aliado en pésimas condiciones y decidió no derribarlo, luego afirmó que para salir moralmente vivo de una guerra hay que combatir con honor y dignidad y que no hay ninguna dignidad en matar al que ya está vencido, indefenso o desarmado. En 1917 el famoso piloto Manfred von Richthofen ‘El Barón Rojo’ cayó derribado en territorio francés, su cuerpo fue enterrado con honores por sus adversarios, ni lo tiraron en una bolsa al mar, ni jugaron fútbol con su cabeza, hay violencias peores que otras. En el código de honor de la mafia siciliana se establece muy firmemente el principio de que nadie atenta contra la esposa, ni contra los hijos de los mafiosos rivales, acá los pájaros se solazaban lanzando bebés al aire y recibiéndolos con un machete afilado, esos violentos que viven en la cuadra siguiente, o en el conjunto de al lado, son bestias peores que los nazis o los mafiosos italianos, son predadores sangrientos que no tienen ningún escrúpulo a la hora de derramar la sangre de gente inocente e indefensa con tal de saciar su vulgar ambición de dinero, trago, camionetas y prepagos.
El corazón me arde al pensar en las familias de los muchachos, mataron 5 pero destruyeron muchas más vidas. Ese domingo por la tarde me decía mi madre que en la mañana salió a caminar y pasó la casa de una señora vecina a quién un hijo se le murió en un accidente y el otro se lo mataron en la puerta de la casa, tres casas más adelante pasó por la casa de mi tía abuela a quién en 1992 le mataron su único hijo y al voltear la esquina pasó por la casa de doña Fada Issa que también sepultó a uno de sus hijos, luego al pasar por la iglesia de La Merced pensó en que a la virgen María también le mataron su único hijo y que los estereotipos fundadores de una cultura, desde su dimensión mítica, pueden marcar derroteros en la vida de las sociedades, y en esta, nuestra sociedad, se ha vuelto normal que los padres sepulten a sus hijos.
No se trata únicamente de dar con los responsables de la masacre y que les caiga todo el peso pluma de la ley, se trata además, de corregir esos imaginarios colectivos enfermos, heredados de una larga tradición de machismo y violencia que estructuran la vida interior de muchos individuos, les prefiguran los horizontes mentales, y los inducen a desear miserias, es decir, que los ponen a un paso de la monstruosidad. En este país cualquier hijo de vecino se vuelve un asesino despiadado a cambio de tres centavos y eso nos tiene que poner a reflexionar a todos. Según los teóricos hay dos tipos de violencia: la violencia directa que lloramos y la violencia estructural que agrupa las condiciones culturales, económicas, políticas y sociales que posibilitan la recurrencia de esos hechos que no hemos dejado de padecer y que, si no la transformamos, nos promete seguir llorando esta macabra orgía de sangre, llanto y desesperación, sin saber por cual de nosotros van a doblar mañana las campanas, ni si el marmóreo silencio de los sepulcros se rompe con una aguda y triste nota de trompeta.
