
La concepción que hemos tenido de Dios o de los dioses ha ido cambiando a medida que se ha transformado la relación del hombre con la naturaleza. Quizás las primeras comunidades de homínidos le temían a las fuerzas de la naturaleza y buscaban maneras de aplacarlas. Los rayos, las inundaciones, las fieras, las sequías, las pestes y demás circunstancias sobrecogían el ánimo de nuestros tatarabuelos y éstos, en búsqueda de alguna explicación, concibieron como deidades a esas fuerzas incomprensibles. En el animismo los seres sobrenaturales no están hechos a imagen y semejanza del hombre, son animales, ríos, árboles y toda suerte de fenómenos naturales. El desarrollo de la ganadería y la agricultura puso a los humanos en otro lugar en su relación con el mundo natural y los dioses se fueron humanizando. Dioses egipcios como Anubis, Bastet, Horus o Ra tenían un cuerpo humano y una cabeza de animal.
Los dioses griegos ya eran fisionómicamente humanos y además, experimentaban pasiones, cambios de ánimo y de opinión tal como lo hacemos nosotros. Claro que en la Grecia clásica había también deidades animistas como el río Escamandro mencionado en la Ilíada y criaturas con parte animal y parte humana como los centauros y las sirenas, pero los gobernantes del Olimpo eran, sin excepción, en apariencia humanos.
El devenir de la historia los convirtió a todos en mitología y ya nadie cree en ellos como dioses pues fueron reemplazados por una figura mucho más extensa: el Dios único de los libros de los pueblos del desierto. Este Dios único fue el resultado de un largo proceso de unificación cultural de los distintos grupos humanos que habitaban esa zona. Con el paso del tiempo fueron consolidando en libros sagrados los saberes, las reflexiones, las alegorías y las leyes con las que pretendían organizar la vida social de sus comunidades.
En la Biblia tenemos el ejemplo más completo de un libro que cristaliza y aglutina distintas tradiciones de distintos períodos históricos. La Vulgata fue una traducción de las biblias hebrea y griega al latín que hizo Jerónimo de Estridión a finales del siglo cuarto, y en ella quedaron definidos los textos que en lo sucesivo se considerarían bíblicos por los siglos de los siglos.
El Dios de la cristiandad quedó cautivo en ese libro, confinado en una cárcel de palabras. Ya no puede decir nada nuevo, pues todo ha sido dicho. Además, está obligado a comportarse exclusivamente como el libro lo determina. Este Dios presidiario no puede, por ejemplo, ampliar los mandamientos. En estos tiempos en los que la civilización humana es una seria amenaza para la vida en el planeta, serían muy necesarios unos nuevos mandamientos que le ordenasen a los creyentes respetar todas las formas de vida y su equilibrio. Al parecer la capacidad temporal de anticipación de los antiguos profetas de Israel no tenía tanto alcance y con la Biblia ya terminada, le resultó imposible al Dios omnipotente hacer alguna actualización.
Este inmovilismo estimula la aparición de interpretaciones artificiosas promovidas por algunas instituciones cristianas que intentan adaptar por la fuerza el viejo libro a los nuevos tiempos, como buscando ampliarle un poco la celda al viejo Dios cautivo. Tal vez uno de los más interesantes y recientes intentos en este sentido lo podemos ver en la encíclica Laudato Si que publicó el papa Francisco en el año 2015, encíclica orientada a alertar al mundo católico sobre la importancia de cuidar nuestra casa común. De otro lado, están los grupos que son tan apegados al texto ahí escrito, que optan por adaptar su mundo al libro, como es el caso de los Amish o los Menonitas, comunidades que rechazan de manera tajante los efectos de la revolución industrial en la vida cotidiana y parecen detenidos en el siglo XVI. Cautivo en su cárcel de palabras, el viejo Dios momificado ya no tiene nada que hacer. Las distintas corrientes enfrascadas en discutir lo que dijo, no pueden oír lo que pudiera decir.
En la era moderna se han hecho varios intentos por liberarlo. Por ejemplo en el siglo XVII, Baruch Spinoza propuso a Dios como el conjunto de todas las substancias existentes en el universo. Dios era pues, todo lo sustantivo, todo aquello de lo que se podían decir y afirmar cosas. Spinoza planteó una mirada monista de la divinidad, a diferencia de la tradicional mirada dualista en la que Dios es una entidad distinta y exterior a todo lo demás que existe. Semejante audacia le valió una maldición espantosa y la expulsión inmediata de la comunidad judía de Amsterdam. Nadie ha conseguido liberar a Dios y mientras tanto, el mito hace aguas. Las diferentes instituciones que usufructúan de él están más interesadas en el poder profano, en el dinero y en las conductas corruptas. Los guardianes de la doctrina, carceleros, saben que dependen de mantener cautivo en esa vieja celda de palabras al antiguo Dios del desierto y por eso se aferran al libro con ahínco, uñas y dientes.
Tal vez no toda la humanidad está lista aún para asumir que las fuerzas ordenadoras del universo no son conscientes de su propia existencia. El mito debe ser renovado. La revolución industrial cambió para siempre la relación de fuerzas entre la civilización y la naturaleza. En el Génesis Dios le entregó al hombre el dominio sobre la naturaleza; viéndolo a la luz del desastre ecológico fue una pésima decisión. ¿Será que podremos recrear los mitos?, ¿será que necesitamos nuevos dioses?, ¿no serán mejores uno o unos dioses más preocupados por el equilibrio planetario?, ¿No será que el viejo Dios del Antiguo Testamento debe descansar e irse a acompañar en el oblivion a Zeus, a Odín y a Osiris?.

Estimado Federico Nieves, excelente texto, el párrafo del Dios de la cristiandad, es exquisito, desde ahí toma presencia la fuerza de tu escritura, me ha sacudido, con el permiso de los Cuarentongos, voy a compartirlo en el mundo de la rezandería del profesorado, colegas de yo.
Gracias por compartir. Un abrazo
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