
Yo, que me las doy de posmoderno, de muy actual, de contemporáneo; de enfrentarme a los nuevos conceptos que me atropellan y ya bailo con la millennial y bebo con el centenial y pienso verme los Ethernals y en fin, que ya no tengo problema con la ruptura de lo binario y lo binarie, los transgéneros, los transespecie, los cisgénero y las infinitas manifestaciones complejas e indelicadas de una identidad que pide a gritos salir libre de la cárcel del cuerpo sin saber muy bien a qué, pero que está cimentando la normalidad del mañana; bueno, pues yo, que me jacto de todo eso sin mucho calor y más allá del lenguaje neutro estoy abierto a toda posibilidad de la gente de ahora, debo confesar que aún tengo máculas de los hombres del siglo pasado, esos que tanto critico porque silban a las mujeres, porque “para pretendida Thais y en la posesión Lucrecia”, porque las mujeres están para esto y los hombres están para aquello y ellas no saben de fútbol, nosotros sí, etc.
Aunque siempre he sido prejuicioso, y dudo de los judíos, de los negros, de los indios, de los ingenieros, de los artistas, de los poetas, de los gordos, de los crespos, de los mormones, de los masones, de los catecúmenos, de los políticos, de los políticos de nuevo porque quizá se roben la primera enunciación, de los payasos, de los hippies, de los metaleros, de las viejitas chismosas de cuadra, de los viejitos mañosos de tienda, de los niños mugrosos de calle, de las monjas prejuiciosas de colegio, de los curas obtusos de sacrilegio, de los herreros, de los mamertos, de los fachos, de Guillermo, de Federico, sobre todo de Chaparro, jamás de Henry –porque de él no me queda la menor duda–, de los rolos, de los paisas, de los antioqueños –que son caso aparte–, de los costeños, de los mares, de los ríos, del mal viento, del sol de la tarde, de mi mamá, de María del Carmen, de la virgen de Carmen, jamás de las ánimas benditas, sí de los benjamines, nunca de los enanos, sí de los cojos, de los calvos, de los tenderos, los talabarteros, las recepcionistas, las manicuristas, los filisteos, el rey David y toda su descendencia desde antes de la tribu de Judá, y en fin, cualquier otro que no sea yo e incluso yo porque me tengo poca confianza; pero, aclaro y quiero ser enfático, aunque prejuicioso siempre me he jactado de ser poco machista, más por costumbre que por convicción: fui criado en una casa donde mi papá gritaba mucho y mantenía bravo, pero la que mandaba era mi mamá y no se diga más.
Desde el color de la pintura hasta el carro que iban a comprar pasaba por la aprobación de mi mamá, y ella salía a la calle y si mi papá preguntaba a dónde había ido o iba, decía ella solazada: Donde el mozo y no se decía más, porque me enseñó que las explicaciones sobran cuando se tiene la tranquilidad en el alma de que uno tiene que ir por la vida siendo de una sola manera, hacer las cosas por convicción y que la vagabundería es un placer al que se renuncia cuando se le da el sí a un hombre como mi papá o al cualquier otra persona. En las visitas con las amigas todas daban sendas muestras de inteligencia, una muy diferente a las de los hombres. Las mujeres de esa época, siempre he sentido, tienen una inteligencia bella, misteriosa, tienen que ser inteligentes en las sombras y la camuflan con la falsa inocencia, con los buenos olores, con las ollas de la cocina; adoban la inteligencia con otra cosa y aprenden a ser modestas y a felicitarse ellas mismas en silencio y ya, a triunfar en las sombras y llevarse la corona o la copa a escondidas, no porque sea una inteligencia diferente en esencia, sino por historia. He sabido entender que las mujeres y los hombres somos igual de pasionales y nos fundieron en la misma fragua, pero ya es bendita la diferencia cuando nos empezamos a criar y en esos caminos que se separan comenzamos a entender que ya no es lo mismo llamarse Pedro que Pedra.
El caso es que en medio de esos aquelarres descubrí que cuando grande quería usar corbata como mi papá, pero quería ser inteligente como mi mamá o doña Magnolia. Después de eso quede con el bello hábito de interactuar más con mujeres que con hombres y en el proceso he visto cómo se cuecen las habas, por qué mujeres y hombres somos diferentes, por qué ellas saben amar tanto y administrar luego su cariño y aprender a fingirlo cuando se acaba y esperar el momento de ver pasar el cadáver de su enemigo por la puerta y aguardar el momento preciso para confesar sus desventuras, vivir años seguidos con el veneno en la lengua y tantas cosas más que no quiero decir acá por una lealtad que siento que les debo desde el día que una novia, alma bendita, me dijo que yo mentía como las mujeres; nunca me he sentido más culpable y orgulloso en ambas proporciones.
El caso es que aún con todo lo anterior, me veo en la penosa obligación de confesarle a los escasos tres o cuatro parroquianos, que en un acto de desesperada amistad o exceso generoso de tiempo libre tienen a bien leer estas líneas fatuas, que he pecado de pensamiento, palabra obra y acción –no omisión– en ese sano proceso que no es otro que la equidad de género: empresa bellísima y a la vez utópica como el viaje de los argonautas, pero, y acaso, más lejana porque aunque política pública también es como la fama de las mujeres casquivanas, de las que todo el mundo habla, pero a la sazón pocos poquísimos pueden dar fe de sus asares y comportamientos y de allí que, más que fama, venga a ser envidia. El cuento va en que he salido con alguien hace poco, después de inusitados retos, paciencia y empeño, no tanto porque ella se hiciera rogar, caso totalmente contrario porque aparte de los ojos lo más bello que tiene es el don de la tranquilidad y el consuelo de que todos queremos algo para sí mismos y ya –está tranquila con eso–. Finalmente salimos y fuimos a un lugar, pedimos cervezas; ella dos, yo unas tantas más; ella una cerveza que me parece infame, pero nadie es perfecto, yo una cerveza cara, creo que no tan mala, pero sensacionalista; ella se bogó las suyas porque admitió beber con la cadencia de los camioneros, yo tanteé las mías y el ritmo fue in crescendo hasta que comencé a beber tan rápido como ella.
Luego, al final de todo, mientras ella tiritaba por un frío absurdo pero pertinente, le dije que entonces nos fuéramos, no sin antes haberla abrazado, no sin antes habernos reído y quedarnos la mayor parte del tiempo sentados en un muro afuera, un muro solo para los dos mientras los travestis paseaban por el motel allende la calle y les envidiábamos el cabello planchado y unas pintas que decían que eran vagabundas, pero reinas y regias. Digo, pues, que la abracé, en su momento le cogí una mano sin nervios y ella me la prestó tranquila, guardó un silencio blandito, tierno, tibio, placentero, mientras yo me desbocaba a decir muchas tonterías como siempre digo y ella las recibía con unos dientes bellísimos que mostraba cada que se reía, no sé si de mí o conmigo.
Al momento de pagar ella me vio las intenciones de hacerlo y entonces me detuvo, me dijo que no, que ella pagaba porque había quedado en invitarme hace ya muchos días cuando comenzamos hablar, una promesa que yo había olvidado junto a tantas otras promesas, pero ella no, tenía buena memoria y un billete que me pasó para ir a pagar, a lo cual me negué, claro que sí, porque los hombres pagamos, pero ella dijo que no, y yo insistí, entonces amenazó con molestarse, por dios, y entonces sugerí pagar la mitad, pero siguió en sus diez de que ella pagaba todo, y yo solo pensaba en cómo había bebido como un cosaco durante esas horas, bebiendo como un hidrante a la inversa, metiendo cerveza como un tragaldabas, bogue que bogue, y ella, con sus frugales dos cervezas pésimas y baratas, y las mías regulares, pero medio caras. En fin, que solo pude entonces decir que la próxima vez invitaba yo, pero sintiéndome mal, haciéndome bolita, porque, ahí entra el meollo, porque si no invitaba, ni tenía sus dientes tan bonitos, ni esos ojotes que me ofrecían atención, ni esa espalda de pajarito acurrucada en mi brazo, si no tenía la generosidad de sus oídos, si no tenía nada de eso, además me arrebataba lo más baladí que podía tener: mi billetera.
Me lo arrebató todo en un solo acto, incluso después cuando me quedé pensando en lo ridículo de todo eso porque no me cabía en la cabeza que no hubiera gastado nada y lo hubiera ganado todo, incluso después cuando seguimos hablando. Para hombres como yo en ese momento, hombres que no sentimos tener nada de encanto, diversión, consuelo, calor y consejo, que creemos no tener ninguna cualidad que haga sentar una mujer por algunas horas en un muro y beberse solo dos cervezas, pero esperar a que el otro se tome tantísimas más adobadas con cigarrillo; para hombres como yo que insisten e insisten en pagar, claro, en pagar porque… porque somos hombres y nuestro deber es hacerlo; para hombres así la billetera y eso que está adentro, papeles, tarjetas, fotos, carnés y algunos billetes mal acomodados vienen a ser, después de tantas pérdidas, imperfecciones, defectos y fracasos, lo poco que queda.

Excelente, narrativa, he reído y visionado esta mágica película de interacción humana, (todavía queda, a veces pienso que no), bellísima apertura e intermedio.
Gracias por compartir.
Con su permiso, lo compartiré.
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