En estos tiempos del libre mercado y emprendimiento, en Colombia se maximizan los muertos y se minimiza la vida.
A Lucía, por sus años de dedicación en Santo Domingo y por jalarme las orejas aquel sábado, el día del sepelio, porque llegué tarde para acolitar el entierro.

Era un sábado de 1992, 2 de la tarde. El sol brillaba cerca de la pequeña y desteñida cúpula de la torre del templo. Una volqueta con latas desajustadas, que el municipio había prestado, se detuvo frente a la iglesia. El chirrido del freno alborotó las torpes palomas que estaban en la plazoleta de Santo Domingo.
La volqueta trasportaba unos veinte habitantes de calle o «loquitos» como la gente los llamaba en aquella época. Todos llevaban una flor blanca en la mano y estaban vestidos con lo mejor que podían tener; hasta el más arrancado en este mundo tiene ese sentido de vestirse y arreglarse un poco para acompañar un ser querido.

Los primeros que saltaron de la volqueta ayudaron a bajar el ataúd. Lentamente subieron con el muerto por las escaleras hasta la puerta principal de la iglesia. Algunos de los «locos» entraron ansiosamente y se sentaron en las primeras bancas; otros acompañaron el féretro camino al altar, mientras este culebreaba: los cuatro que cargaban el cajón, intentaban caminar de forma coordinada sin lograrlo, unos andaban más rápido y la caja se tambaleaba de un lado pa’l otro. Poco a poco la iglesia se llenó de un murmullo, de llanto y algunos lamentos.
Mientras el cura terminaba de alistarse para la misa –la alcaldía le había avisado a última hora del entierro– en las primeras filas frente al altar, se había formado un mercado persa del dolor por la muerte de uno de los habitantes de calle del pueblo. Unos gritaban ¡ay! ¡ay! ¡ay!, otros berreaban sin consuelo y otros estaban pasmados, mudos, con la mirada perdida. Había dos «loquitos» que le daban vueltas al cajón, como si le rindieran honores militares al muerto: se paraban, miraban el ataúd y seguían caminando.
En el grupo de acompañantes que esperaban el inicio de la misa para cantar al muerto, había una mujer: calzaba chanclas, una idea de medias veladas, falda con abertura hasta la cintura y camiseta negra sin mangas. Estaba con la mirada perdida.
Sonó la campanilla: ¡tilín, tilín!, el cura entró con lento caminar, los dedos entrecruzados aferrados al pecho, con la cabeza baja se aproximó al altar, puso las manos abiertas sobre este, se inclinó y lo besó. Luego observó hacia donde estaba el féretro y los acompañantes del muerto. Sintió una abundancia de emociones y su mente se desordenó por un momento: impaciencia al ver todos esos «locos» que parecían niños chiquitos moviéndose entre las bancas, hablando duro, llorando o caminando en torno al ataúd; repugnancia al percibir un hedor que inundaba el altar y por la preocupación de que la hostia pudiera quedar impregnada de la hedentina, se mordió los labios mientras una gota de sudor resbalaba por su cuello.
Justo antes de comenzar la misa, el cura reparó la presencia de la mujer de negro. En ese instante experimentó un frío que iniciaba en su estómago y se remontó por su espinazo, al percibir, por esas cosas que se miran sin querer, que la mujer estaba sentada con las piernas abiertas de par en par. Al observar todo esto, pensó, ¡debo celebrar rápido este entierro!
Calmó como pudo a los «loquitos», resumió algunas partes de la liturgia para acortar camino. Tenía afán, ese desorden, la bulla, el calor y los olores lo turbaban, no era un réquiem común. En el momento de la homilía pidió que trataran de guardar silencio. Hubo un poco de quietud. Luego el cura dijo:
–Hermanos míos, estamos aquí reunidos para despedir a nuestro amigo Pombo–. Después de una pequeña pausa, prosiguió con la explicación del evangelio en una retahíla de palabras, a las cuales los «locos» no prestaban mucha atención: ¡qué les importaba!, esas palabras eran ajenas, no explicaban por qué su parcero estaba muerto y no les alejaba su dolor y miedo. El cura continuó:
–En este momento, Pombo debe estar gozando de la presencia del señor…–
Mientras el cura decía esto, un loquito se paró de la banca, caminó hasta el ataúd, se recostó contra este y cruzando la pierna, saco su peineta, se acomodó sus brillantes y desordenados cabellos, abrió el féretro, miró al muerto y grito:
–¡Pombo! ¡Mirá vee como te destrozaron la cara!, ¡hijueputas!
Ante la escena, todos los acompañantes empezaron a chillar y el llanto inundó de nuevo la iglesia; no había forma de consolarlos. El cura no logró terminar de explicar el evangelio.
El sacerdote no podía más, estaba desesperado, tanto desorden en la casa de dios no lo podía aguantar; pero, por otro lado, sentía que su deber era tener comprensión por aquellas personas; rezaba para calmarse y continuar con las exequias. Su descanso fue aún mayor cuando observó a la mujer de negro cambiarse de banca y sentarse junto a otra.
Después de bendecir al muerto y terminar la misa, les dijo: –Pueden ir en paz– ¡Qué paz podrían tener los locos con la muerte de su amigo! Tampoco la tendrían en los siguientes días. Cargaron nuevamente el ataúd y salieron aligerados de la iglesia, subieron el cajón en las ya calientes latas de la volqueta que los esperaba para llevarlos al cementerio. La mujer de negro fue la última en subirse.

Al final de la tarde, después del sepelio, la mujer de negro anduvo por el pueblo, como el resto de los locos que acompañaron a Pombo. Con el cansancio de la vida de la calle, buscó con temor un andén de algún banco para pernoctar, esperando que esa noche una bala no la dejara dormida para siempre como le sucedió a Pombo el día anterior.
