Azucena, mientras agonizaba, sentía pánico y una angustia le invadía su decrépito cuerpo porque iría directo al fuego eterno, al pensar en sus pecados. En sus últimos momentos de vida, recordó aquel sábado, cuando sentada al lado de la mesa de la cocina observaba a Matilde –su criada–, llegar de la galería recorriendo el largo zaguán que conducía hasta ella, con un canasto cargado en la mano izquierda y una bolsa de cabuya en el hombro derecho. Caminaba torcida por el peso del mercado y también por el cansancio de más de veinte años de servicio doméstico ininterrumpido.
La vieja moribunda había nacido en el seno de una familia de abolengo de Buga, siendo la hija menor del «joven Saavedra». Como muchas familias de la época, y por mandato cristiano, era numerosa; los patriarcas seguían al pie de la letra la máxima: creced y multiplicaos. El «joven Saavedra» era ambicioso en términos reproductivos, afirmaba en conversas con amigos que quería tener 12 hijos. En el primer embarazo de su esposa el feto se malogró, por aquellas cosas de útero primerizo, y el «joven Saavedra» rápidamente le empacó el reemplazo; no había tiempo qué perder para hacer crecer la familia. Por fortuna, como dice el dicho popular, se le apareció la virgen a la madre de Azucena, ya que el «perrenque» del patriarca Saavedra sólo le aguantó para preñar tres veces a su mujer. Murió de una peritonitis un par de meses después de nacer Azucena. El «joven» no vio crecer sus críos.
Al fallecer Saavedra, y mientras la madre de Azucena se dedicaba a darle teta a su pequeña, Franquelina, la vieja empleada, atendía todo el trajín de la casa: limpiar, planchar, regar las matas, lavar pañales, preparar biberones, cuidar del niño que empezaba a caminar y de la niña que gateaba; por supuesto, sin posibilidad alguna de descansar. Todo era trabajo y dedicación a la truncada familia Saavedra con largas jornadas de domingo a domingo. Los únicos momentos fuera de la casa, eran para asistir a la misa dominical y visitar el cementerio con su ama. Esta rutina se mantuvo hasta que Franquelina no dio más y murió.
Un mes después de la muerte de Franquelina, Matilde, al cumplir sus 18 años, llegó a la casa de Los Saavedra como empleada de servicio; venía de Chambimbal, un corregimiento al norte de Buga.
Matilde se convirtió en la fiel sirvienta de la hija menor de la familia. Entablaron una amistad, quizás sincera, y, hasta cierto punto, Matilde se volvió confidente de los secretos de su ama. Fue tanto el mutuo apego, que cuando finalmente Azucena decidió casarse con Romualdo Molina, esta se la llevó a vivir a su nuevo hogar, una casa cuarterona localizada entre las calles San Francisco y Bolívar del villorrio que era Buga a finales de los años 30.
Azucena era una mujer con un carácter fuerte pero alegre. Su corazón y temperamento se transformaron radicalmente en un putogenio –que perduró el resto de su vida–, cuando Romualdo falleció por una hemorragia interna, producto de una patada que un toro brioso le enchufó en el estómago. Desde el inicio de su viudez todo en su vida se transformó, lo único que no cambió fue la presencia de Matilde; esta siempre la acompañaba, eso sí, sometida al mal humor y a la cantaleta diaria en su casa cuarterona llena de sueños que nunca fueron.
Un sábado, día de descanso para los judíos y usado por muchas familias autoungidas católicas, apostólicas y romanas, para ir a mercar a la galería, y de vez en cuando, también para quebrantar alguno de los mandamientos que tanto repiten, salió Matilde muy temprano a comprar lo necesario para preparar los frijoles con cerdo, que van tenuemente endulzados con panela raspada y sazonados con hogao.
Al regreso del mercado, caminando por el zaguán de la casa en dirección a la cocina, un poco inclinada hacia el lado izquierdo por el peso de los atados de panela, el revuelto y los años de servicio, Matilde observó a su ama Azucena sentada junto a la mesa de la cocina tomando café con la frente arrugada y el mal genio a flor de piel. Matilde, descargando el canasto y el bolso de cabuya sobre la mesa, la saludó:
–¡Buenos días, doña!
–¿Qué compraste?–, preguntó Azucena sin responder a los buenos días de Matilde.
–Lo de siempre para los frijoles de los sábados. También compré otras cosas para la semana–, respondió Matilde y adicionó:
–¡Hoy me siento cansada!–. En tanto, le daba la espalada a su ama para organizar en la despensa algunos alimentos. Matilde añadió:
–Después de almorzar, hacia el final de la tarde, quiero salir un rato; ¡hace tantos años que no disfruto una tarde de sábado al aire libre!, quiero caminar por el parque Bolívar y tomar el fresco junto al río. Hoy no quiero estar encerrada en la casa.
Azucena sintió que le hervía la sangre y contesto con rabia:
–¡No seas desagradecida! ¡En esta casa lo has tenido todo! ¡Desde que llegaste hace veintitantos años a la casa de mi madre y hasta hoy, nunca te ha faltado nada!
Mientras Matilde continuaba organizando una bolsa de garbanzos en la despensa, respondió:
–¡Lo sé, no me ha faltado nada!, y no es que sea desagradecida, solo quiero dar una vuelta, doña Azucena.
El tuétano se le estremeció a Azucena; el mal genio acumulado durante años la cegó y, ante la actitud y respuesta de su criada, de un brinco se paró y dejó en la mesa el pocillo con el cuncho de café que aún tenía. En un acto desesperado, tomó en su mano lo primero que encontró sobre la mesa y se lo chantó a Matilde en la cabeza. Un instante después, cuando a Azucena se le apagó la ira, al ver tirado el cuerpo de su empleada y sin movimiento, se dio cuenta que a su única compañía por los últimos 25 años la había acabado de matar ¡De un panelazo!

me encanto..narrativa pura!!..el putogenio y el tuetano estremecido..son tan colombianos!!…
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No sabia de tus cualidades de escritor.. me gustó mucho.Tu narración me recordó a la nana de mi esposo empleada de su tía desde los 15 años …ahora tiene 80 y no ha podido salir de la casa de su “ama” aunque ella murió años atrás….
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No conocía tus cualidades narrativas me gustó mucho me recordó a la nana de mi esposo empleada de su tía desde los 15 años ..ahora tiene 80 y no ha podido salir de la casa de su “ama” aunque esta última murió años atrás ….
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Gracias Indiralu…
Estamos aprovechando la pandemia para escribir un poco y contar histórias de nanas, cuentos de nuestros padres o abuelos, de nuestras ciudades de origen y de interés personal.
Honda no se va quedar por fuera…
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Yo quiero continuación…. A la luz de algún farol del parque de cabal, camino al maravilloso edificio del tribunal superior, superior por antigüedad.
No le caería mal también una pasada por la casa Ospina diagonal a la Hda Esneda.
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Una de las ideas del blog es recopilar algunas historias o anécdotas para escribirlas y no se pierdan cuando la memoria se apague.
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