Ahí están, siempre tan tranquilos, o casi siempre. Calmos, pacientes, con casi todas las respuestas o reacciones adecuadas. Contundentes, manos de hierro en guante de seda. De palabra precisa y sonrisa perfecta siguiendo a pie juntillas la canción de Silvio. Gente certera, y noble, y protectora, pero también guerrera con un temperamento que muestra su fortaleza desde el fondo de un pozo de sonrisas. La calma, pues, en medio de la tormenta y todo tan perfecto como uno quisiera, pero en el fondo, por más tonto que uno sea, sabe que detrás de todo eso, en la espalda de aquel o aquella hay unas alas negras desplegadas como un demonio de un grabado de Durero que tiene la cara bella, pero verdades lejanas y profundas que espantan.
Dentro del bestiario sentimental no habría criatura más interesante y dolorosa que el monstruo redimido. Un animal de pelo suave que limó sus propias garras, león sin dientes, pero siempre león. Legión que arrasó con todo, pueblos enteros, almas nobles, voluntades destempladas. El monstruo redimido es un animal, al final, hecho de culpas que aprendió a las malas, sabe el peso de sus palabras y la distancia hasta donde se desplaza, conoce el temperamento voluble, el capricho, la felonía; sabe dónde tocar para que duela porque lo hizo una y mil veces, tiene en sus manos listas enteras de corazones rotos y en su nariz aún huele el polvo de las personas demolidas que lleva a cuestas.
De alguna manera todos quisiéramos uno en nuestras vidas, acariciar su costado lleno de cicatrices, hablarle tardes enteras mientras nos mira con sus ojos brillantes que saben ocultar la pátina de culpa que llevan dentro y siempre llevan. El monstruo redimido sabe escuchar porque lo han escuchado, también sabe las consecuencias de no escuchar; sabe guardar silencio y mostrar su voz; dice lo que debe decirse y es contundente, en su boca se alcanza a asomar los destellos de la pólvora que chasquea en su lengua; aprendió a decir con sus besos las cosas que la voz calla o entorpece con palabras, simples palabras que a la postre sobran.
No están para jeremiadas los monstruos redimidos, porque ellos mismos fueron efigies de lamentaciones. Saben el fino arte de la manipulación, pero ya no para ejercerlo, sino para evadirlo; ven el diamante en medio del carbón; revitalizan, limpias lágrimas, no tiran perlas a los cerdos y saben mantenerse en pie por encima de todo porque aprendieron a vivir arriba de su sufrimiento. Qué sería de nosotros, simples mortales, sin ellos en nuestras vidas, porque aprendemos de sus besos, a querer sin las palabras, a mirar en las acciones carentes de mayor ruido y al final de todo, cuando nos dejan, porque los espantamos, los agotamos, no sabemos valorarlos, descubrimos el valor de la alegría manifiesta en las pequeñas cosas.
Saben irse; casi siempre saben irse. Un adiós y un hasta luego que se extiende en su justa proporción. Nos dejan vacíos, pero sin dramas, ya hicieron tanto y tanto daño que están cansado de saber la reacción. No quieren baños de sangre, están ahítos. Al final podemos llegar a descubrir que se alejan porque nos quieren y más allá del amor nos siguen queriendo con el respeto del silencio y la distancia. Alguna vez, con un monstruo redimido, sabremos que lo tuvimos todo, pero no estarán para nosotros siempre. Tarde o temprano descubrirán que la puerta se abre en el momento justo, que somos flor de un día, bellos ruiseñores. Que incluso con su amor pueden lastimarnos. Así que se marchan sin más, parten incluso asumiendo culpas que no les corresponde, pero no importa, porque aprendieron que no interesa quién acarree con los madrazos, no intentan ser los buenos, ya nada importa y al final todo se sabe.
Saben extender su sentimiento a través del tiempo, y así lo hacen. Pueden llegar a querer en lo extenso de la vida, acariciarnos dormidos, darnos de beber de su propia agua sin manifestar lo mínimo de su heroísmo, porque no son héroes, jamás el monstruo redimido lo es, quizá todos sus actos son movidos por la culpa, siempre la culpa. Intentar pagar en otros platos las consecuencias de sus destrozos. Su condena es terminar siendo recuerdo, pero grato recuerdo que nos infla y nos enseña, que nos deja con un pájaro que se nos hincha en saudades. Su maldición es ser una historia que se cuenta con picardía, un suspiro, un ¿Qué será de él? Y entre tanto contacto y memoria, entre tanto aprendizaje y herida, vamos nosotros, poco a poco y con un poco de suerte, cultivando nuestras propias alas, afilando colmillos y puliendo garras, al final terminamos siendo nuestros propios monstruos redimidos como una suerte de gracia.
