Recuerdo que hace unos años mi madre llegó del colegio consternada. Contaba que al intervenir en una disputa entre dos niños por algún objeto escolar, les dijo a los estudiantes que no está bien tomar las cosas ajenas sin permiso, que eso es como robar. Al instante un niño que no estaba en disputa le dijo: “Profe, ¡pero robar no es malo!”; ella le pidió que ampliara su idea y el niño repuso: “No profe, porque vea: mi papá roba bicicletas, con mi hermano las pelamos, las pintamos, él las vende y nosotros con eso es que comemos.” Evidentemente no todos compartimos el mismo código moral, en una situación extrema es claro que algunos pueden relativizar sus convicciones, como el ateo que reza al caer el avión. Y el miedo al hambre, más aún, al hambre de los hijos, propicia en la gente preocupaciones por las que, de ser necesario, se pueden negociar ciertos principios.
La noticia polémica de esta semana fue la tragedia ocurrida en Tasajera (Magdalena) al explotar un carrotanque de combustible accidentado mientras los habitantes del lugar afanosamente buscaban hacerse con un poco de gasolina, primero surgieron las críticas a los habitantes por su temeraria e irreflexiva acción y luego las críticas a las críticas por parte de quienes ven dicha situación como el resultado de muchos años de mal gobierno.
Considero que las dos posturas tienen razón en su respectivo plano de análisis, y tal vez por eso son en principio irreconciliables. Los que señalan al mal gobierno tienen razón: Tasajera era una próspera población de pescadores que derivaban su sustento de la ciénaga grande del Magdalena. Los malos manejos ambientales como la construcción de la Transversal del Caribe que acortó en cerca de 3 horas el viaje entre Barranquilla y Santa Marta, pero que alteró el intercambio de agua entre la ciénaga y el mar Caribe, afectaron fuertemente el recurso pesquero y la comunidad de pescadores se empobreció. A la disminución de la principal actividad económica toca sumarle décadas de flacas gestiones de los gobiernos locales que sumieron a Tasajera en la miseria y en la ignominia.
¿Cómo podemos juzgar con dureza a unos habitantes que están en la lucha diaria por la sobrevivencia? No podemos esperar que respeten elevados códigos morales cuando han sido víctimas de la miseria y de la exclusión. La constitución del 91 nos prometió un país en el que cupiéramos todos, promesa que sigue sin cumplirse y se ve cada día más lejana. Jaime Garzón decía que Colombia era una casa lujosa en la que unos pocos dormían adentro y el resto dormíamos en el patio y de esta manera dibujaba nuestra enorme desigualdad; el reto es entonces aportar en la construcción de una patria incluyente, una nación sin parias que brinde a todos sus ciudadanos unas garantías mínimas de trabajo, salud, educación y dignidad y luego sí, exigirles el cumplimiento de unos elevados códigos morales.

Los que acusan a los habitantes de irresponsables también tienen razón: un peligro de centrar la mirada únicamente en las políticas públicas animado por una natural empatía por las víctimas de la tragedia es ceder a la tentación inconsciente de inferiorizar al otro. ¿Cómo le voy a exigir cordura si es poco menos que un miserable?; ¿cómo voy a esperar un comportamiento ejemplar de alguien que es poco más que una criatura famélica y desesperada? Al despojar a las personas de toda responsabilidad sobre el devenir de sus vidas atentamos contra su condición de hombres y mujeres libres; las personas libres, a diferencia de los esclavos y los siervos, son dueñas de sí y aunque estén restringidas por las inevitables determinaciones de su tiempo y su lugar, son totalmente responsables de sus actitudes y comportamientos.
¿Acaso estamos mejor que los habitantes de los cordones de miseria? Lo dudo mucho. Los habitantes de los sectores más deprimidos son sobrevivientes, son guerreros cotidianos que luchan constantemente por un pedazo de yuca; por un cubito de caldo Maggi y un plátano o por un arroz con huevo. Están acostumbrados a la escasez, a encontrar diariamente la manera de alimentarse, armar un rancho y vestirse, aunque para eso deban asumir riesgos y en ciertos momentos relajar la moral. Pero en ese mundo post apocalíptico que se deja entrever entre las persianas de la pandemia, son ellos los adaptados, son ellos los fuertes, son ellos los que quizás logren atravesar el Rubicón.
Epílogo.
¿Quién es el culpable entonces de la tragedia? Eso depende del plano en el que lo analicemos, si nos enfocamos en el plano político, claramente la culpa es del Estado; si nos enfocamos en el plano individual, la responsabilidad recae en las personas que irreflexivamente se fueron a sacar combustible de un camión cisterna accidentado. No hay una sola verdad, no nos podemos desgastar en discusiones bizantinas entre los que solo ven una cosa y los que solo ven otra. La realidad es más compleja, devenimos como el resultado de situaciones personales y familiares, pero también políticas e históricas. Las responsabilidades individuales son fundamentales en una sociedad de personas libres, como también son importantes las responsabilidades políticas que delegamos en esa expresión de lo común llamada Estado. La utopía es lograr armonizar las diferentes instancias para desde lo individual fortalecer lo colectivo y desde lo colectivo proteger lo individual.
