Por: Edwin Mauricio López García, Le pueden decir solo Edwin, el tipo hace parte del Grupo Investigación Políticas, Sociabilidades y Representaciones Históricas Educativas de la UTP, le gusta la comida de mar y tomar Póker en las tiendas de esquina.

Recuerdo que tendría yo unos ocho años, cuando mi padre llevo a casa un cd de vallenato; en su carátula se leía como título: Los Clásicos de la Provincia. También recuerdo que al escucharlo una de sus canciones se me quedó pegada durante mucho tiempo. Muchas tardes, después de las tareas escolares, me sentaba al lado de la grabadora para poder escuchar a Matilde Lina. Sus versos desde aquellos días dicen así:

Un mediodía que estuve pensando

en la mujer que me hacía soñar,

las aguas claras del río Tocaimo

me dieron fuerzas para cantar…

Al oír cada vez la melodía inicial del acordeón mi interior siempre se alegraba, me imaginaba a la orilla de aquel río pensando en quién sería aquella mujer. El fraseo me cautivaba porque tenía el encanto de una declaración de amor, y hasta el día de hoy nunca he perdido el gusto por aquella canción. Tiempo después cuando aprendí en mi juventud que su compositor se llamaba Leandro Díaz, y que además no podía ver, a la par de que pensaba en el gran don de este hombre que a pesar de no poder mirar el mundo era capaz de componer así. Sentía una gran envidia porque yo también quería poder escoger palabras adecuadas para cantarle a la vida y al amor.

Es así que teniendo presente la figura de Leandro Díaz como juglar vallenato, por mi afición lectora pude enterarme el año pasado de la publicación de una novela escrita por Alonso Sánchez Baute titulada: Leandro, no dudé en conseguir el libro. Del escritor ya había devorado con anterioridad sus obras Al diablo la Maldita Primavera y Líbranos del Bien, razón por la cual sabía de primera mano cuánto iba a disfrutar leyendo la nueva obra.

Este relato novelado construido con entrevistas a Leandro y algunos de sus familiares me permitió comprender, mucho tiempo después de mi niñez, la grandeza de nuestro rapsoda criollo, de dónde provenía su maestría y cómo la forjó en su vida. Leandro, nacido el 20 de febrero de 1928 en un domingo de carnaval en Lagunita de la Sierra, Guajira, provino de una familia campesina.

Sánchez Baute narra cómo Leandro, de sus días en el campo, aprendió, entre otras cosas, a presentir la lluvia con su olfato y a reconocer el canto de las aves de la Sierra Nevada; a los turpiales, a los sinsontes, a los azulejos, a los jilgueros y al cardenal guajiro. Igualmente, al leer la novela, conocí cómo luego cuando empezó a componer, sin imágenes en su mente, edificó su memoria con miles de palabras aprendidas de los libros que tanto gustaba que le leyeran, para luego jugar con ellas.

Y a diferencia de muchos que somos ciegos a los sentidos y a los que nos rodea aun cuando podamos ver, Leandro, de ese mundo que vivió y experimentó, aprendió a conjugar el ritmo del canto de las aves de su tierra recogiendo las melodías del aire para mezclarlas con las palabras que aprendió con su oído y los interrogatorios a sus lectores. De allí, brota de forma torrencial la frescura de su canto, la evocación a su tierra y a su naturaleza de la cual fue un alumno aventajado por su capacidad para escuchar y observar con su alma. Por eso es que hace poco cuando escuché de nuevo con atención Matilde Lina, y les recomiendo que también lo hagan, pude comprender cabalmente estos versos que también están en la canción:

Este sentimiento se hizo más grande, que palpitaba mi corazón;

el bello canto de los turpiales me acompañaba esta canción.

Canción del alma, canción querida que para mí fue sublime,

al recordarte, Matilde, sentí temor por mi vida…

*Imagen de entrada extraída de: https://www.flickr.com/photos/sicoactiva/3741228463/