Cuando era niño solía viajar anualmente a pasar vacaciones con mi familia paterna. Al principio al pueblo de Planeta Rica y luego a Sahagún, dos municipios del departamento de Córdoba en la costa Caribe colombiana. Siempre que salía a jugar, los niños del lugar me decían ‘cachaquito’ , ‘cacha’ y yo pensaba: ”no, yo soy valluno, los cachacos son los de Bogotá”. Pues resulta que estaba muy equivocado, las fronteras de Cachacolandia son imprecisas y en este texto fracasaré rotundamente al intentar definirlas.
Hace muchos años, llegó a vivir a Sahagún un muchacho Boliviano que rápidamente entabló amistad con mi padre. La amistad hizo que el muchacho fuera un visitante recurrente en la casa familiar y se hizo muy querido por mi abuela, la niña Mimi y mi bisabuela, la niña Cora. Pasado un tiempo el muchacho se fue del pueblo y se llegó el día en que mi bisabuela extrañada le preguntó a mi papá: “Oh Jorge, ¿qué fue del cachaquito ese que no volvió?” – “Mamacora él no es cachaco, él es Boliviano” corrigió mi padre, a lo que la vieja sin pensarlo le contestó: “mira mijo, de Caucasia pa’ allá (señalando hacia el sur) todo eso es cachaco”.
Aquello que decía la bisabuela era certero, para una persona del Caribe distinguir entre alguien natural de Popayán y alguien de Bolivia debe ser muy complicado. Un amigo Chileno me contaba que recién llegado a Barranquilla le preguntaron si era de Pasto, y él que no sabía que acá una ciudad se llamaba así, se quedó estupefacto y sin entender. Y es que con Cachacolandia uno sabe más o menos dónde empieza pero no sabe bien dónde acaba.
El 5 de julio de 1982 se disputó en el estadio de Sarriá en Barcelona el famoso partido de cuartos de final del mundial entre Brasil e Italia. El resultado como todos sabemos fue favorable a la selección Azzurri, a la postre campeona del mundo. Poco después de ver el partido mi tío Juancho se encontró con un amigo abatido por la tristeza y le preguntó: “Ajá loco, ¿qué te pasa?” – “ñedda Juancho, barro ¡cómo es que los brasileros se van a dejar ganar de los cachacos esos!” contestó y es que claro, ante sus ojos los brasileros son negros, mulatos, mestizos como nosotros, los italianos son lo otro, es decir, lo cachaco.

Para establecer los límites de lo cachaco entendido como esa exterioridad al mundo Caribe, se hace necesario entonces preguntarse por el qué es ser Caribe.
Y es que el asunto de la nación Caribe es un asunto que trasciende los estados nacionales. Un barranquillero, por ejemplo, puede sentirse más cercano y más afín con un puertorriqueño o un cubano que con un boyacense o un antioqueño, porque el Caribe, más allá de los estados, es una nación tejida por un mundo simbólico en el que se comparten gestos, gustos, historias y sobre todo, maneras particulares de encarar los desafíos de la vida.
María Teresa, una amiga historiadora sincelejana, en una época se emparejó con un médico pastuso muy culto y de mente muy aguda. Un día resolvieron ir a pasar una Semana Santa en Sincelejo y mientras la familia sabanera compartía con alboroto y alegría, el yerno cachaco leía durante largas horas en el chinchorro del patio y solo al final de la semana se integró tímidamente a las conversaciones. En un momento durante el viaje de regreso el médico cachaco se quedo mirándola y le dijo: “Sabes María Teresa, he descubierto que ustedes los costeños tienen una sabiduría ancestral para vivir”.
Creo que el médico acierta en su apreciación. En el ser Caribe habita una levedad profunda que le permite disfrutar la vida a pesar de las limitaciones materiales y las preocupaciones. La gente del mundo Caribe intuye que la vida, tan fugaz, hay que celebrarla, hay que reírla, hay que cantarla y a las circunstancias difíciles hay que ‘cogerlas suave’. Es una levedad profunda que uno como cachacongo, como mestizo cultural, no lo alcanza a comprender del todo.
El Caribe es también un lugar de enorme complejidad, fue quizás el primer lugar del mundo habitado por personas llegadas de casi todos los rincones del planeta; como territorio trans-imperial vio la llegada de europeos, de todo tipo de trashumantes y buscadores de fortunas, de africanos, judíos, y turcos, compartieron geografía con los pueblos originarios y según me cuentan hasta malayos y filipinos hicieron del Caribe su hogar.
Estos encuentros culturales fueron la génesis de su inmensa riqueza pero fueron también terribles y dejaron heridas profundas, por eso algunos estudiosos del Caribe afirman que la alegría es una manera de resistirse a la tragedia y al dolor; en el Caribe en los velorios se cuentan chistes, y la gente se ríe, pero tras el telón hay un río de llanto cargado de dolores y resistencias. En el Caribe la melancolía se esconde entre los rincones de las casas y sólo el ojo avezado logra percibirla.
Para tratar de aproximarse al Caribe y entender su enorme complejidad no hay otra alternativa que vivirlo, habitar sus calles, conversar animadamente en las tiendas de barrio con una cerveza en la mano, recorrer su geografía, empaparse de su portentosa diversidad cultural, deleitarse con su gastronomía y celebrar su música y sus chistes y después de un tiempo quizás pueda uno, como cachaco (o cachacongo) , asomarse por breves instantes a esa otra cara del caribeño, que aunque no sea festiva, también está cargada de bellezas.
Un blog muy divertido. Es un texto para pensar en cómo nos vemos desde las diferentes regiones. El Caribe colombiano, con toda su potencia cultural, es un universo para descubrir y que este proceso aleje el velo de los prejuicios que existen sobre esta región. De otro lado, el blog deja la tarea de desenredar el entramado de lo qué es Cachacolandia (por lo menos, de todo lo que está localizado al sur de Caucasia y al norte de Rumichaca).
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Creo Manu que la categoría cachaco, entendida desde la costa, solo cobra sentido como una exterioridad, un poco como ser arijuna para un guajiro; ya entrar a desmenuzar lo cachaco requiere de otras categorizaciones que se construyen desde el interior.
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