
Yo una vez me leí Los miserables –que es mucho–, esa novela escrita por Víctor Hugo. Aprendí bastante, me llenó, pero de buena manera. Aprendí, entre tanta cosa, que Hugo no es el segundo nombre como cualquier colombiano que uno conoce, sino que es el apellido, pero también aprendí otras tantas cosas que me parecen, casi diez años después, bastante complejas de asimilar y por lo mismo, fascinantes. Porque no hay nada que nos guste más que aquello que sentimos conocer desde el instinto, pero no podemos comprender en su totalidad con la razón, como el amor o las declaraciones de renta.
Por estos días he estado releyendo El amor en los tiempos del cólera, en este libro, regalado en una bellísima edición ilustrada, en sus primeras líneas aparece un personaje que me hizo volver un poco a Los miserables, hablo de Jeremiah de Saint-Amour. En pocas palabras, es un fotógrafo de niñitos que decide suicidarse con cianuro de oro por temor a la vejez. La cuestión aquí es que Juvenal Urbino habla de él como un santo, un santo ateo, puesto que su forma de vida monacal, e imagino que sus hábitos, lo convertían en un personaje propio del santoral cristiano, siendo él un veterano de guerra que no creía en Dios y además suicida.
Al igual que Jeremiah, recordé a ese otro santo llamado Jean Valjean y con él toda la descarga que sentí cuando fui leyendo página a página los entresijos y actuares de este señor que en un ataque de preocupación y tristeza se le volvió el pelo blanco. Es curioso, nunca he tenido el don o el hábito de la fe, por lo que cada vez me advierto más lejos de Dios, pero es una cuestión que siento más con desamparo que con orgullo. Así como hay personas que no tienen la capacidad de amar, habrá quienes, como yo, no tenemos la capacidad de tener ni siquiera una fe del tamaño del granito de mostaza, es por eso y otras razones que me he refugiado en esa bellísima excusa que es ver a Cristo en el otro.
Todo esto viene a colación porque desde que leí Los miserables tomé aquella historia como mi biblia. No me cabía en la cabeza que una persona pueda ser buena más allá de toda bondad lógica. En este libro el principal elemento que me aterra es la capacidad del obispo Myriel y Valjean de poner la otra mejilla, de perdonar, entregar y ser con todo lo que se tiene y no lo siento yo como una cuestión movida por Dios, sino por su propio amor. La generosidad hecha persona y la persona hecha comunidad, qué belleza.
Pues bueno, después de eso quedé pensando en la santidad laica. En esas figuras que, más allá de sus distancias o aproximaciones con los dogmas católicos, llevan vidas llenas de entrega, sobre todo entrega, siendo nosotros los humanos de una naturaleza tan legítimamente egoísta, esto dicho desde la perspectiva biológica. Creo que no hay nada más que nos aleje del salvajismo que la generosidad en todas sus manifestaciones; el respeto es generosidad de atención, el amor es generosidad de afecto, el perdón es generosidad de generosidades y la enseñanza es generosidad de comprensión.
Cada que me preguntan qué libro me ha movido las estructuras simbólicas de la vida, digo con cierto temor que Los miserables, luego explico el porqué y me quedo un rato pensando qué tan lejos estoy del obispo, de Valjean, del colapso de Javert ante su incapacidad de cambio.
Los santos sirven como ejemplo a seguir, digamos que son el que izó bandera en el salón, el ñoño que podemos detestar o adoptar como amigo a ver si algo le aprendemos o bien si algo nos aprende, casi siempre lo malo. En todo caso y con el perdón de Abraham, Pedro, Tomás y tantos otros, yo le voy más a Fantine, Marius y al entrañable Gavroche, que Dios lo tenga en su santa gloria. Al fin y al cabo, tanto el «libro de libros» como el de Hugo son gordos, llenos de pequeñas historias, bellos y, a la sazón, ficción como la vida misma.
