
Hay una ópera cómica de tema sencillo que me encanta, L’elisir D’amore de Gaetano Donizzetti estrenada en Milan en 1832. Es una adaptación al italiano Le Philtre (La Poción), una ópera cómica francesa de Eugène Scribe y Daniel François-Esprit Auber estrenada un año antes en París. Cuenta la historia de la pócima amorosa, pero con un giro. El humilde campesino Nemorino (Tenor) se deslumbra por los encantos y la inteligencia de una bella y culta hacendada, Adina (Soprano). Adina no corresponde a sus lances amorosos, Nemorino le compra al doctor Dulcamara una falsa pócima de amor, que es tan solo una bebida alcohólica, y después de diversos acontecimientos se despiertan sentimientos amorosos en ella, pero no porque la pócima obre magia alguna, pues no la tiene. Es en esta ópera que el tenor canta una furtiva lágrima en el momento en que Nemorino se entera de que finalmente su amor es correspondido.
Las pócimas y los brebajes han sido un elemento recurrente en la cultura popular; en el primer acto de L’elisir d’amore, Adina se ofrece a leerles a los granjeros de su hacienda apartes de la antigua historia de Tristán e Isolda, historia en la que también hay un elixir de amor, este sí, efectivo, pero que no es suficiente para que los protagonistas alcancen la felicidad.
Alquimistas, hechiceros y brujas han buscado dar con la clave que permita conquistar químicamente al ser amado. Ya un poco más cerca podemos referenciar las preparaciones que se hacen con el nido del pájaro macuá (Panyptila cayennensis) o las famosas pusanas amazónicas, bebidas todas que buscan ser el elixir del amor.

Pero la búsqueda de sanar los dolores del amor no ha sido el único interés de muchos chamanes, brujos, curanderos y médicos. Sanar las dolencias del cuerpo ha sido una de nuestras más fructíferas ramas del conocimiento y en momentos de urgencia, como Nemorino, recurrimos a cualquier cosa que tengamos a mano; es frecuente oír la historia de enfermos para los cuales la ciencia médica no ha encontrado solución, decir que han ido a los brujos, a tomar de Yajé, se han encomendado a trescientas vírgenes, comprado la estatua de José Gregorio Hernández, comprado lo que le dijo una vecina, se untaron el aceite del milagroso o peor aún, hecho las mil fórmulas milagrosas de bicarbonato con limón de Whatsapp y Facebook, que curan desde un resfriado o una picazón hasta el sida y el cáncer.
Quizás este espíritu pandémico y crispado ha acentuado la propensión a atribuir propiedades curativas a substancias insuficientemente evaluadas, esto ha conducido a un pugilato verbal entre diferentes personas y entidades. Las posiciones se radicalizan a favor y en contra de las curas que surgen para enfrentar la pandemia, que «la Ivermectina es bendita, mijo», que «las multinacionales están haciendo negocio con eso, que lo mejor es el dióxido de cloro.» «Que no, que nada como usar Interferón, que no solo cura, sino que previene el contagio», pero también surgen voces de alarma que advierten de los peligros de usar medicamentos no lo suficientemente estudiados.
Mientras tanto y a lo lejos, se oyen los gritos histéricos de aquellos que consideran que todo es culpa de Bill Gates y los Illuminati de Chigorodó porque las antenas 5G causan el virus y lo que hay que hacer es tumbar equipos de comunicaciones, porque muchos connacionales, incluida la ministra Abudinen, no tienen ni idea de lo que es la tecnología 5G.

Los medicamentos no solo tienen un principio activo que se espera ayude a sanar o aliviar alguna dolencia, son portadores también de una promesa y quien los consume no solo lo hace por su efecto bioquímico, lo hace también porque le traen la esperanza de solventar su dolencia particular. El efecto placebo hace que los falsos medicamentos ayuden a sanar, como el Elixir del Dr. Dulcamara, producen el efecto esperado sin que contengan cosa alguna que así lo propicie desde lo estrictamente orgánico.
Ante el desamparo, muchos Nemorinos corren presurosos a buscar una promesa, una ilusión, así sea falsa, y las consideraciones emanadas de la racionalidad científica se ven enfrentadas a la angustia de verse amenazado por la muerte.
Son tiempos de incertidumbre y la ciencia, que no tiene certezas sino intervalos de confianza, no alcanza a solucionar el problema lo suficientemente rápido. Nos enfrentamos a un dilema: o esperamos a tener todo resuelto y mientras tanto mueren miles de personas, o asumimos el riesgo de intentar tratamientos con algún indicio de éxito que aún no están avalados por las autoridades de salud. La angustia de ver morir a la gente ha hecho que autoridades y pueblos opten por la segunda opción y no creo que deban ser señalados por eso, porque lo que los motiva no es otra cosa que el afán de salvar vidas.

Sin embargo, el aparente éxito de algunos tratamientos debe ser visto con cautela. Puede suceder como en el elixir de Nemorino, eso es, que la persona se sana, pero no por haber tomado el tratamiento que le dieron, sino porque en todo caso se iba a mejorar, especialmente tratándose de un virus. Es la clásica confusión entre correlación y causalidad; si yo veo que en el mundo ha aumentado el consumo de cocaína y ha aumentado también la esperanza de vida, no puedo afirmar que el aumento de la esperanza de vida es consecuencia del consumo de cocaína. Si alguien decide tratarse el coronavirus comiendo fríjoles con chontaduro y se cura, no puede afirmar que se curó por el efecto antiviral de los fríjoles con chontaduro. La generalización de experiencias personales abre la puerta a los equívocos y las malas interpretaciones.
Un caso especial es el del Dr. Klinger, inmunólogo y virólogo de amplio reconocimiento nacional e internacional que gracias a los saberes que ha acumulado durante su extensa y exitosa carrera decidió ir a las poblaciones del Pacífico colombiano a tratar a las personas con interferón, una proteína con la que él viene trabajando hace más de veinte años. Los guardianes de la ciencia, con su razón, dieron la voz de alarma y finalmente allanaron e incautaron el medicamento que producía y distribuía el médico. Mientras tanto en el Reino Unido están haciendo estudios con Interferón que muestran una reducción importante de pacientes que necesitan asistencia en UCI (ver enlace), al parecer el Dr. Klinger tiene razón, pero mientras los estudios no lo avalen, la burocracia restrictiva del Estado se va a interponer y quizá evitar que el Dr. Klinger salve muchas vidas. La pregunta no es ¿por qué el Dr. Klinger no tenía el medicamento debidamente registrado y estudiado? La pregunta es ¿por qué un académico con los pergaminos del Dr. Klinger no ha recibido la financiación necesaria del gobierno para poder estudiar y certificar legalmente el uso del medicamento? El tratamiento que le han dado las autoridades al Dr. Klinger ha sido bochornoso. Mientras tanto él recorre ahora los caminos olvidados del Putumayo buscando salvar vidas con su elisir di salute.
El martes pasado los rusos anunciaron al mundo una nueva vacuna, los detractores dicen que no está suficientemente probada su eficacia, la probaron con éxito en dos grupos de treinta y ocho personas, parece insuficiente, es otra vez el dilema entre la certeza y la celeridad; esperemos que funcione, pero si solo hacen 500 millones de dosis anuales, mejor me voy a buscar mi interferón o mis fríjoles con chontaduro.
