Acompañado del cierzo
Los difuntos visité,
y en cada tumba dejé
una lágrima y un verso…
Estaba allí de perverso
entre seres no ofensivos;
fui a perturbar los cautivos
en sus sepulcros desiertos
Me fui a buscar a los muertos
por tener miedo a los vivos.

Gabriel Escorcia Gravini

Por: Efraín Useche Rodríguez, sueño de catador de pasiones, proyecto de psicoanalista.

Efraín Useche Rodríguez

Recuerdo que el primer libro que leí por voluntad propia, no por imposición del colegio secundario, fue “El túnel” de Ernesto Sábato, quedé fascinado por su lectura, su visión pesimista del mundo, de la vida y las ingeniosas metáforas que usaba, de manera que busqué su novela siguiente. El texto se llama “Sobre héroes y tumbas”, una obra de ficción con aspectos de la historia Argentina y sus héroes muertos en las guerras independentistas primero y luego en las guerras internas entre los criollos. A mí me gustaba cómo Sábato en algunas ocasiones en sus textos de ensayo llamaba a su libro “héroes y tumbas” sin el “sobre”. Me parecía que le daba a estas dos palabras una vinculación, una relación, como si alguna estuviera implicada en la otra. Es de lo que quiero hablar aquí precisamente, de la relación que existe entre las tumbas y los héroes, idea que me parece solidaria con la relación que existe entre la vida, si es que vivir en sí es un acto heroico, y la muerte que nos lleva a una tumba.

Siempre he pensado que no le temo a la muerte, Sábato mismo pone a decir a uno de sus personajes: con el tiempo se llega a saber que la muerte no es solo soportable sino hasta reconfortante. Sin embargo mi miedo a las imágenes y ritos alusivos a la muerte era el más grande que yo experimentaba en mi infancia: eran tiempos donde a los muertos se les velaba en la propia casa, en la sala sobresalía un enorme ataúd que entre más hermoso fuera más espantoso me resultaba; y en cada costado estaba iluminado con cuatro grandes velones rojos, algunas cintas de color violeta y muchas flores alrededor. Esa imagen de un velorio me aterraba, era cuestión de ir caminando distraídamente y súbitamente encontrarla para que mi corazón se sobresaltara y perdiera mi sueño a la noche siguiente.

Con el tiempo no he sabido que la muerte sea reconfortante pero sí que su imagen, es decir todo el ritual alrededor de ella realzan la vida, le dan un cierto estatuto de humanidad al difunto. El humano es tan humano porque tiene un lenguaje como porque entierra sus muertos y les pone lápidas con sus nombres. Aquí hay una diferencia esencial con los animales cuyos cuerpos en la naturaleza quedan expuestos a la descomposición y a servir de alimento para otros animales de rapiña. En Antígona, la tragedia de Sófocles, ella adquiere el carácter de heroína cuando es condenada a la lapidación, es decir a ser encerrada viva en una tumba. Su gesto heroico ha sido ir en contra del edicto del rey de Tebas Creonte que prohíbe el entierro de Polínises, su hermano asesinado en su lucha por tomarse el poder y derrocar a Creonte. Antígona desobedece el edicto y tapa con tierra el cadáver de Polínises diciendo que un hermano puede ser lo que sea pero es un hermano y no es cuestión de dejarlo expuesto para ser comida de los perros y los buitres.

Otra cosa que decía el mismo personaje de Sábato, es que la frase “todo tiempo pasado fue mejor” no quiere decir que antes sucedieran cosas menos malas, sino que se tienden a olvidar estas y se recuerdan las buenas, entonces, si el muerto se constituye a partir de su deceso en un recuerdo, quizás también se convierta solo en un buen recuerdo, algo que lo acerca a la heroicidad; es por eso que en mi tierra se suele decir que “no hay muerto malo”. A propósito de esto, mi madre conociendo mi temor por la imagen de la parca decía que no había que tenerle miedo a los muertos, es decir que no hacían nada, que había que temerle era a los vivos. Es como si la muerte limpiara de las impurezas de la vida. Puede ser que la pureza sea todo lo contrario a un cadáver descomponiéndose en una tumba, pero aquella se encuentra en la belleza exterior de la tumba, por otro lado, si hay un evento de elegancia sobriedad y pureza incluso espiritual es el de un velorio o un sepelio, momento en que se usan trajes y corbatas que en otros espacios desaparecen.

Una historia que tienen en común Colombia y Argentina, es la historia de los desparecidos, durante el régimen de Estado de sitio que vivió Colombia unas décadas atrás y la dictadura militar Argentina con sus 30 mil desparecidos. Estos son seres que no pueden ser llamados muertos aunque se sabe que no están vivos; no hay cuerpos que verifiquen su muerte ni entierro ni tumba posible, razón por la cual las Madres de la Plaza de Mayo siguen dando vueltas alrededor a la plaza cada tarde de jueves, un ciclo repetitivo que no para, no hay un cierre. Como diría el psicoanalista Jean Allouch es un “duelo en tiempos de la muerte seca”.

Y hablando de cierre de la vida y para cerrar también este artículo, me parece comprender mejor ahora por qué recientemente se hizo tan viral en internet un video de unos africanos elegantemente vestidos que bailan sosteniendo un ataúd conduciéndolo a la tumba; es el final festivo de una vida que ahora se ha depurado, que ahora tiene un buen final en tanto se ha reivindicado con su historia a través de su propia muerte. Hace muchos años, en tiempos menos mediáticos, había una canción muy popular que decía en uno de sus estribillos, “el muerto al hoyo y el vivo al baile”.