Cuentan en Sahagún que en los tiempos del Ñoño Elías, y a propósito de la inauguración de una de las tantas obras que se adelantaron en ese municipio, se hizo presente en el pueblo un vice-ministro de transporte. Como el tipo era cachaco ni bien terminó la misa de inauguración salió de la iglesia hacia la plaza del parque a buscar un poco de aire fresco. Al salir a la calle notó desconcertado que la gran mayoría de los motociclistas circulaban sin el casco y sin el chaleco, entre el gentío vio a pocos metros a un joven «motorratón» detenido en el andén como esperando una carrera y decidió interrogarlo y preguntarle si era que esa ley que imponía la obligatoriedad del uso del casco no había sido adecuadamente socializada con la comunidad, el muchacho le contestó sin inmutarse: «Ombe, docto; sí, esa ley sí se conoce, lo que pasa es que por acá no pegó».

Aunque la respuesta a primera vista aparenta ser producto del ingenuo desparpajo del muchacho, entraña una verdad profunda. Las leyes son más efectivas cuando pegan; es decir, cuando la población se apropia de ellas y las asume. Una vez una ley es asumida por la cultura su cumplimiento no está sujeto a un Estado que la imponga por la fuerza.

Entre finales del siglo XIX y principios del XX una importante preocupación estatal era la salud pública, el saneamiento básico y la higiene. Pero gracias a fuertes políticas públicas, la institución del ministerio de higiene (1946) y amplias campañas educativas se logró que el grueso de la población asumiera las prácticas de higiene. Como consecuencia de la apropiación cultural de las prácticas de salubridad algunas instituciones y leyes que las promovían se hicieron innecesarias.

Esto me trae a la memoria una entrevista en televisión que le hicieron a un indígena amazónico. Él contaba que después de ser un muy destacado estudiante en el internado jesuita en el que hizo el bachillerato, fue llevado por la comunidad religiosa a estudiar una carrera profesional en Bogotá. El señor se hizo abogado y trabajó durante algunos años en la capital, pero empezó a sentir un desasosiego constante. Luego de varias semanas entendió qué le sucedía e inmediatamente tomó un vuelo hasta Puerto Carreño y regresó a su comunidad. Contaba que varios meses después de su regreso estaba una noche reunido con los ancianos de la tribu alrededor del fuego y les propuso entusiasmado la idea de redactar la constitución de la tribu para sentar por escrito todas las normas de comportamiento de su cultura. Los ancianos lo miraron con desconcierto hasta que el que estaba a su lado tomó la palabra y le dijo mientras le tocaba repetidamente el pecho con el índice: “Las leyes para que funcionen tiene que estar escritas en el corazón, en el papel solo son la basura de los blancos.”

En estos tiempos de pandemia es un reclamo recurrente en las redes sociales la indisciplina de los ciudadanos. El gobierno promulga decretos buscando con ello ralentizar la propagación del virus pero los decretos no tienen el impacto esperado. Las noticias hablan de fiestas, reuniones familiares y hasta orgías sexuales durante la cuarentena. Nuestro Estado es un Estado flaco para garantizar el cumplimiento de las normas, las sanciones solo les llegan a los «de malas que se dejaron pillar» y la gente que sigue voluntariamente las indicaciones es minoritaria ¿Qué esperaban? Para muchas personas las leyes y los decretos son algo que se obedece solo cuando el Estado obliga, porque estas disposiciones gubernamentales en muchas partes «no pegan».

Y las leyes «no pegan» por múltiples razones. De manera aventurera y ligera porque no soy ni mucho menos un experto en la materia creo que las dos razones más fuertes son: primero que en Colombia muchas leyes y decretos no son más que la expresión jurídica de la voluntad de la minoría privilegiada para conservar el statu quo y segundo, que muchas disposiciones gubernamentales son copias de iniciativas implementadas en otros lugares y contextos y al no estar bien adaptadas a la vasta complejidad del país no producen los efectos esperados.

Más allá de la crítica al ordenamiento jurídico y que el Estado es una expresión política de una minoría, y por tanto existe una brecha grande entre Estado y sociedad, pienso en que algunas disposiciones sí son necesarias y pertinentes ¿Cómo entonces hacer para que los decretos y las leyes sean asumidas por la población sin necesidad de la amenaza de la represión? Esta pregunta me lleva a un debate presidencial sostenido en el año 2010 entre Juan Manuel Santos, a la postre el presidente, y el matemático y filósofo Antanas Mockus. En el mencionado debate el profesor Mockus manifestó que debíamos reformar el tradicional publíquese y cúmplase de las disposiciones oficiales por el publíquese, explíquese, entiéndase y cúmplase.

Si las leyes son justas un pueblo educado es cumplidor, si las leyes son la legalización del crimen, un pueblo educado debe ser rebelde.

En esas dos palabras adicionales hay una pista importante, explíquese y entiéndase son una invitación a fortalecer las capacidades pedagógicas del Estado. Una ley justa debe poderse explicar con facilidad. Una ley justa que es comprendida por la población es más probable que sea asumida con celeridad. En la coyuntura de la pandemia explicar las medidas que se toman no es el flaco ejercicio de enumeración de casos que hace todos los días el presidente, hay que confiar más en la inteligencia de la gente. No podemos tratar al pueblo como a una catajarria de idiotas, debemos aprovechar el espacio para ilustrar sobre lo que debe hacer para cuidarse del virus, pero también exponer claramente las razones científicas que sustentan dichas recomendaciones. Si queremos tener un pueblo mayor de edad, esta emergencia es el momento para empezarlo a tratar como tal.