Cuando era niño, viví algunos años con mi abuelo. Él tenía una caja fuerte en su estudio, la oficina, como la llamaba. La pregunta que me hacía era simple: ¿qué guardaba el viejo en una caja de seguridad? En contadas ocasiones, mi abuelo me permitió ver de reojo el contenido de la cajuela. Obviamente no me mostró todo, pero luego, impulsado por la curiosidad, logré averiguar por mis propios medios todos los espeluznantes secretos de la caja.
De las cosas que mi abuelo guardaba con aprecio eran unas monedas y billetes antiguos. Creo que ese fue mi primer contacto con esa clase de viejeras que despertaron mi curiosidad. Mi interés por los billetes y monedas nació al obsérvalos y encontrar representaciones muy bonitas; en otras palabras, por un gusto estético. Después se transformó en un interés por conocer ciertos detalles históricos de estos cachivaches. Por la misma época, un amigo me regaló una moneda de 1881, la cual se convirtió en la primera de mi colección numismática.
Cuando un pedazo de papel de algodón, impreso con tintas coloridas y con llamativos diseños al que llamamos billete llega a nuestras manos, pensamos casi instantáneamente en un valor cambiario, en la capacidad para adquirir alguna cosa. A pesar de que tenemos contacto con el dinero a diario, no nos detenemos a observarlo y pasamos por alto sus representaciones pictóricas. Más que una idea de confianza que simboliza el dinero, también hay historias en él representadas.
La iconografía que se ha usado en el papel moneda en Colombia ha respondido más o menos a tres periodos que se pueden distinguir. Con el inicio de actividades del Banco de la República en 1923 (para ese entonces, el que vendría a ser mi abuelo 56 años después, ¡contaba con 2 años de edad!), los primeros billetes fueron puestos en circulación. Estos eran impresos entre Nueva York y Londres, tal vez por recomendación de la asesoría externa que desembocó en la creación del banco o quizás porque no había condiciones técnicas –aparentemente– para hacer la impresión de papel moneda en el país (¡¿Qué sé yo?!).

Estos primeros billetes tenían representaciones de los padres de la patria (en línea con el discurso tradicional) con una impecable filigrana sobre papel; también incluían en el reverso del billete la representación de La Libertad: una mujer de perfil muy afrancesado de un fino rostro. Las compañías contratadas (¿autocontratadas?) para la impresión, incluían algunos diseños establecidos propios del dólar en nuestros billetes; por ejemplo, el color verde; inclusive, en una revisión más detallada se encuentra al dios Mercurio en algunos ejemplares.

A partir del establecimiento de la Imprenta de Billetes del Banco en la década de los 50’s, la impresión comenzó a hacerse en Bogotá (aunque algunas emisiones continuaron siendo impresas en el exterior). Estos ejemplares empezaron a retratar un país que seguramente era desconocido para muchas personas y del que solo habían escuchado por radio o visto en algunos libros, periódicos o revistas de la época. Este periodo inició con el billete de 1 Peso donde en el reverso tenía un caudaloso y limpio Salto del Tequendama y al Cóndor de los Andes con una mirada asustada, quizás por lo que le esperaba.


Desde los inicios de las actividades de la Imprenta de Billetes, hasta finales del siglo XX, se continuó con la exaltación de Bolívar, Santander, Sucre, Córdova, Nariño, Torres, Caldas. En términos actuales, ¡una completa rosca de próceres!, en la cual cada uno de estos se fueron rotando en diferentes nominaciones de billetes, cambiando la expresión, posición, apariencia o edad de cada uno de ellos. En la parte de atrás de esas denominaciones se representaron las murallas de Cartagena, la Catedral de Sal, el paso del páramo de Pisba, el Parque Arqueológico de San Agustin y los tesoros más significativos que se encuentran en las bóvedas del Museo del Oro, entre otros.
Es claro que Bolívar, el resto de la rosca, los paisajes y la arquitectura nacional tienen importancia notable para la construcción de la comunidad imaginada llamada Colombia y que estos recuerdan solo una parte de la historia del país, pero no se dieron oportunidades para representar otros actores o eventos. Las pocas excepciones donde se abandonó este canon, fue en 1976 cuando apareció la primera mujer en el billete de dos Pesos Oro: Policarpa Salavarrieta, La Pola; no me imagino los debates que se sostuvieron para que esta heroína de la independencia apareciera en ese billete de amplia circulación en esa época. Luego, a finales de los 70’s, alumbraron José Celestino Mutis con la Expedición Botánica y José Antonio Galán a la cabeza del movimiento comunero.
Alrededor de 1992 inició una transición de esos héroes nacionales hacia otras representaciones. Para la conmemoración de los 500 años de la llegada de algunos europeos se hace una emisión conmemorativa donde aparece por primera, y creo que por última vez (espero equivocarme), la representación del mundo indígena en la primera plana de un billete de 10.000 pesos: una indígena emberá. Lo curioso de este billete es que la primera versión fue grabada en México por su amplia experiencia en la impresión de papel moneda con motivos indígenas. Ya han pasado casi tres décadas y el billete desapareció y seguimos olvidando ese mundo indígena; ¡este dejó de circular muy pronto!


En los últimos 20 años han salido a circulación nuevos billetes con una iconografía más actualizada. Cada una de estas emisiones generan contradicciones: se rinde homenaje a José Asunción Silva, Jorge Isaacs y García Márquez, pero no los leemos; a un gran astrónomo que se cruza por nuestras billeteras, Julio Garavito Armero, pero desconocemos los ciclos de la Luna y la ciencia no despega, pues tiene los bolsillos vacíos; Gaitán se nos asoma en uno de los billetes de mayor circulación nacional pero olvidamos la potencia de sus palabras; López y Lleras (este último de muy poca circulación) se atraviesan, pero olvidamos que las costumbres de sus familias siguen vigentes.


En la última familia de papel moneda, aparecen dos mujeres: Débora Arango, pintora de desnudos femeninos que casi fue excomulgada, pero seguimos sin reconocer la iluminación que genera el arte; y Virginia Gutiérrez, antropóloga de la familia, y aún no comprendemos las múltiples dimensiones de este concepto. También se enaltecen hermosos y únicos paisajes naturales de este país tropical pero no hacemos el más mínimo esfuerzo por proteger lo que tenemos a la mano.
Mi abuelo murió hace algunos años y en su imaginario quedó –es una conjetura– una interpretación de una parte de lo que es Colombia por culpa de algunos billetes que llamaron su atención y que guardó en su cajuela de seguridad. Con el desarrollo atronador de las comunicaciones, que ha llevado a que el dinero –en palabras de Yuval Harari– “no sea más que datos electrónicos en servidores”, las transacciones virtuales ponen en riesgo esta forma de memoria que son los billetes. Por ejemplo, en esta época de pandemia, cada vez es menos deseado el uso del dinero físico, no vaya a ser que el coronavirus esté en la cabeza de un Lleras Camargo.
Pienso en si en 100 años aún sobrevirán los billetes, ¿qué historias van a contar? ¿A través de su iconografía, se inmortalizarán algunos de los acontecimientos que hoy atraviesa el país? Lo único que deseo es que las próximas generaciones no guarden en sus carteras billetes con la imagen del Sagrado Corazón del Innombrable que Paloma tiene en la sala de su casa.
Alcancé a sentir el olor inigualable de la biblioteca.
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