Hay una cuestión que me ronda desde hace rato la cabeza, se trata de la imagen que se tiene de la gente que lee, sobre todo la que tiene la gente que no lee; me explico. La gente que no lee cree que los que leen saben mucho, son inteligentes, viven en medio del mundo del conocimiento, pero no hay nada más alejado de eso o al menos creo que ese no es el propósito del lector.

He sido testigo de esa impronta de hombre letrado, unas veces filósofo, otras veces intelectual; yo, que confundo sala con comedor; yo, que ni siquiera sé dividir por tres cifras o usar la lavadora. Mi única virtud ha sido tener el vicio de la lectura, porque no es otra cosa y en cualquier caso no es una virtud sino un hábito que podría ser hasta un mal hábito.

El lector, al menos el que tengo en mi cabeza, no lee por instruirse, por saber más, por alimentar su intelecto de datos, ideas y conceptos, lee porque le gusta hacerlo y le divierte; de lo contrario yo hubiera sido un magnífico estudiante que devoraba sus fotocopias sediento de conocimiento sobre las sociedades prehispánicas o el carnaval medioeval.

Nada de eso, mientras mis compañeros leían acuciosos y con sueño esos documentos, yo andaba en alguna esquina pervirtiéndome con 1984, Fahrenheit 451 o Un mundo feliz. Por eso, a diferencia de ellos que conocen las dinámicas de distribución del imperio Inca, la diferencia entre el Zipa y Zaque o las interpretaciones sobre el carnaval desde la mirada económica o de la escuela de Anales; bueno, yo sé del comercial de Apple haciendo alusión al Gran Hermano y que las drogas que nos entretienen no son una idea nueva; ah, y que Alejandro Ordóñez en su juventud se las dio de Montag quemando libros.

Es decir, los lectores somos ociosos plagados de datos inútiles, quizá respuesta a crucigramas, pero, por fortuna, poco más allá de eso. El escaso conocimiento valioso que hemos adquirido, lo juro, ha sido involuntario. De hecho, leí El arco y la lira más por su posible estética que por los aportes a la diferencia entre poesía y poema, y en ese orden, prefiero la musicalidad previsible de Julio Flores a las posibles verdades que pueda decirme Pizarnik en sus poemas breves con olor a cigarrillo.

Claro, aparte de los lectores en quien pienso y con quien me identifico hay otros. Unos seguramente más juiciosos que yo que sí leen ensayos o los leen por las “razones correctas”, han comprado libros graves del Fondo de Cultura Económico y sostienen largos debates sobre qué traducción es mejor y de qué editorial. Leen teatro isabelino en su salsa, han leído a Vargas Llosa ¡Han leído a Vargas Llosa! o alcanzaron el tomo III de En busca del tiempo perdido.

Señores no lectores, subestímenos. Somos simples mortales e incluso menos que eso. Estamos plagados de inseguridades, datos a medias, vagos recuerdos. No somos instruidos ni mucho menos, si acaso viciosos con olor a papel dulzón emanado de los libros de segunda del Círculo de lectores, gente que en lugar de jugar parqués o Candy Crush optó por regodearse en medio de los casos de Sherlock Holmes y nada más.

Ah, y respecto a esa raza de lectores autodenominados así, duden. Duden mucho, porque estoy casi seguro de que esa es una peor plaga que la de ese tipo que está en una esquina ojeando la Economía política de Nikitin porque no tuvo qué más escoger por el afán. El lector autodenominado, de quien no dudo que sepa, viene a ser, casi siempre, francamente insoportable. Criaturas henchidas en sus propios gases porque leen, entienden y recuerdan. Absolutamente todo mi desprecio y admiración para ellos, yo a duras penas recuerdo el nombre de los primeros 150 Pokemónes.