En lo corrido del aislamiento social, he notado la presencia de vecinos que, sin quererlo, asaltan mi nueva cotidianidad. Tal vez por vivir apilados en apartamentos, se dan las condiciones para que, a lo largo de este encierro, empecemos a percibir la presencia de vecinos y sus rutinas.
Durante las jornadas de trabajo en casa, entre conferencia y conferencia, a medida que pasaban los días empecé a notar el comportamiento de algunos vecinos, como si las ventanas de mi apartamento fueran grandes pantallas y en algunos momentos me sentía presenciando una novela muda por fragmentos. Muda completamente, no hay forma de establecer un diálogo, todo es visual. La única información en que me llega es lo que observo que hacen esas personas en sus balcones, salas o terrazas.
A veces me pregunto si se sienten observados por el Gran Hermano en que se convierte un vecino X ¿Qué pensarán?, ¿será que también, en el sentido contrario y en el mismo modo, me observan y se cuestionan lo mismo que yo me pregunto?
Una mañana escuché el escándalo de un perrito en la terraza del edificio que queda en frente de donde vivo. Me enteré de que el can se llamaba La Mona, pues era como la nombraba aquel hombre mayor, quizás de 65 años, con bigote canoso, cabello largo y algo desordenado. La Mona es de esa raza de perritos de no más de 30 cm de alto, pelo largo liso, de movimientos eléctricos, que van y vuelven, se asoman, se esconden y ladran con una frecuencia insoportable. En resumidas cuentas, son un fastidio, una infinita desgracia para los tímpanos. Ya se imaginarán a la fastidiosa Mona; pues bien, ¡el señor tiene tres perritos más y de igual calaña!
Este hombre, quizás, puede ser viudo, tal vez sus hijos ya se fueron o nunca los tuvo. En un momento imaginé que uno de sus hijos se enamoró de la pareja de su padre y luego huyó con ella. No lo sé, pueden ser tantas historias para ese sujeto. Pero en estos días de distanciamiento social y de no visitas, observo a este vecino sentado en su terraza pintando muebles, lijando madera, extendiendo ropa y, eventualmente, conversando con un joven alto y de cabellos claros ¿Quién es ese muchacho?, ¿será un hijo o será su pareja?
Ante el día-día de este hombre enigmático para mí, mientras hace sus oficios, me asombra su paciencia con los cuatros perritos; en su soledad, esta algarabía canina debe ser una tranquilizadora compañía.
Al igual que la historia del vecino, en esta mole de ciudad deben existir cientos de situaciones similares: muchas personas confinadas conviviendo en espacios reducidos, pero llenos de soledades; otros, físicamente alejados de los suyos, llevando estos días sin compañía y sin el poder de la conversa.
No quiero estigmatizar la soledad, hay quienes se llevan de maravilla consigo mismos; pero creo, y no solo aplica para estos tiempos de aislamiento obligatorio, que adicional a la música, la lectura o el dibujo, observar a nuestro interlocutor emocionado mientras narra sus anécdotas y cuentos, hace falta. Ahí reside el poder de la conversación. Especialmente los adultos mayores, que están llenos de historietas, de experiencias vividas, sienten una alegría indescriptible cuando las narran, cuando las recuerdan al contarlas, por tristes que puedan a ser.
Mientras continuemos con estas medidas de aislamiento, sin poder interactuar con amigos y familia, estas novelas mudas que observamos desde la ventana deben permitirnos reflexionar sobre qué es esencial para nuestra vida y la visión de país que queremos.
Ya quisiera uno, usar un polinizador robótico equipado con una cámara para ver lo que ocurre más allá de esos techos, ésas paredes, ventanas y calles. Como si fuera el apuntador láser de linterna Verde, que pareciera tener capacidad infinita.
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