Gran revuelo causó en el país el derribamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar. El pueblo Misak decidió que ese símbolo de la opresión y el colonialismo, ubicado en la cima de una antigua pirámide precolombina, era una ofensa para su dignidad y su historia. Las autoridades indígenas de los también llamados Piurek o hijos del agua, decidieron que, como herederos de la confederación de pueblos Pubenenses, debía restituírseles la pirámide ceremonial y por tal razón la estatua debía ser quitada y destruida (ver comunicación). La estatua de bronce cayó, sufrió daños considerables y se desató la polémica. Afloraron los resentimientos, las desconfianzas y las tensiones que han hecho del Cauca uno de los territorios más complejos de nuestro país. Cuando vi la noticia inmediatamente sentí el fresquito de la justicia, pero luego tuve la sensación de que algo no estaba del todo bien, dejaré acá consignadas algunas reflexiones que me ha suscitado este hecho. No soy un experto en los temas que voy a tratar aquí, así que es muy probable que en el futuro cercano ya no esté de acuerdo con lo escrito.

La estatua la tumban porque el pasado sigue vigente, porque representa ese cambio en la estructura política y poblacional del territorio en el que los pueblos originarios fueron sometidos a la barbarie del invasor, fueron encubiertos, fueron inferiorizados y su mundo entero quedó reducido a escombros. Las estructuras sociales de la colonia siguen vivas en Popayán y quienes se reclaman descendientes de los españoles celebran en la gloria de Sebastián de Belalcázar su propia gloria, regodeándose altivamente sobre la antigua tristeza del indio.

La discusión se desvía entonces hacia el pecado original: los crímenes que cometió el adelantado y se argumenta que tales horrores son suficiente mérito para destruir el monumento, aquí creo que tienen razón y no: tienen razón porque las consecuencias de esos crímenes siguen determinando las condiciones vitales de los descendientes de uno y otro lado. No tienen razón, porque juzgar las actuaciones de un español del siglo XVI a la luz de los preceptos morales del siglo XXI es dejar de lado la transformación del pensamiento humano, es obviar que el devenir de las concepciones sobre la realidad es algo muy particular de cada tiempo y lugar. Sebastián de Belalcázar fue un producto de un lugar y un momento en la historia en el que la incipiente nación española enarbolaba las furiosas banderas del catolicismo, se palpitaba la contrarreforma, y la conquista del Al-andaluz había engendrado la deshumanización del otro por asuntos religiosos; matar infieles, en lugar de ser censurado por la sociedad, era aplaudido, sin duda no hubo ningún sacerdote que le advirtiese lo funesto de su actuar.

Atahualpa capturado en Batalla, grabado del artista holandés Theodor de Bry (1597).

Desde su llegada a Panamá al mando de Pedrarias, el joven Sebastián, quien había sido expulsado de su casa por matar un burro con un garrote, se destacó entre los soldados. Asaltando poblados y matando personas ganó fama, dinero y el reconocimiento de sus compañeros, lo que le valió para después de una corta estadía en Nicaragua ser invitado por Pizarro para acompañarlo en el Perú y el resto ya todos lo conocemos. ¿Cómo le vamos a reclamar a un tipo salvaje como esos por no haber respetado la convención interamericana de derechos humanos? No, él fue un producto de su tiempo que dejó una huella profunda en este territorio, todavía en nuestras ciudades quedan los trazados de las calles y la distribución de los solares que hicieran sus huestes, somos hijos de esa historia terrible; como diría magistralmente William Ospina, somos el cuchillo y somos la herida.

En diferentes lugares del mundo, las multitudes indignadas arremeten contra los monumentos y creo que, aunque es un método muy efectivo de llamar la atención sobre las ignominias e injusticias que dichos monumentos representan, no son la mejor manera de hacer de las artes plásticas en el espacio urbano un campo de debate político. En diciembre de 1989 apareció casi de la nada un inmenso toro de bronce de 3,2 toneladas en Wall Street, el artista italiano Arturo di Modica lo había instalado sin pedir permiso, el toro fue removido poco después, pero ante la opinión favorable de la ciudadanía fue instalado definitivamente en un parque cercano. El toro simbolizaba la fuerza, la energía y por qué no, la arrogancia de la bolsa de Nueva York; 28 años más tarde y en vísperas del día de la mujer, una nueva escultura apareció enfrentando al Toro de Wall Street, se trataba de la Niña sin miedo de la escultora Kristen Visbal. La nueva estatua transmutó, como por arte de magia, lo que el toro simbolizaba; empezó a ser visto como una representación del machismo y del capitalismo, la nueva escultura, por lo contrario, representaba el feminismo y la valentía de las mujeres para enfrentar el mundo hetero-patriarcal.

La niña sin miedo y el Toro de Manhattan, Foto: Anthony Quintano

Traigo esta historia para ilustrar cómo las piezas de arte, que son objetos de la cultura, se pueden resignificar sin necesidad de destruirse. De regreso a Popayán pienso que tal vez un hecho artístico diferente habría logrado desubicar a la altiva élite payanesa y simultáneamente poner la discusión en un plano más elevado; no pudo ser, ahora es de esperarse un agrio debate entre cosmovisiones diferentes y descalificaciones de parte y parte. Lo bueno es que el lugar en el que estaba ubicada la estatua va a recibir el tratamiento de yacimiento arqueológico que merece y la estatua, o lo que queda de ella, no va a regresar a ese lugar que le era tan impropio.

El derribo de la estatua nos pone también de presente que, como sociedad, nos falta establecer caminos diplomáticos de diálogo, de concertación y de solución de conflictos. Los concejos municipales y las asambleas departamentales deberían ser los espacios en los que los diferentes grupos debaten y deciden sobre el espacio público en los territorios, pero ese espacio de diálogo se ha perdido porque quienes lo encarnan son mayoritariamente representantes de la politiquería clientelista tradicional y no son el fiel reflejo de las fuerzas sociales. Si una sociedad diversa carece de espacios diplomáticos para debatir sus diferencias, las vías de hecho terminan por cumplir ese papel y las condiciones para la violencia se hacen propicias.

La caída de la estatua además advierte otras amenazas latentes asociables a esa idea del estado de opinión como superación del estado de derecho; pensar que una opinión favorable aparentemente mayoritaria de la multitud le otorga la suficiente legitimidad a un acto cualquiera es muy peligroso. En un país en el que los niveles de formación son bajos, en el que las masas se mueven más por la emoción que por la razón y donde los medios de comunicación procuran la enajenación de la ciudadanía al son de mezquinos intereses politiqueros, es también muy delicado que un colectivo, aduciendo legitimidades históricas de permanecía en el territorio, se abrogue el derecho de decidir por la mayoría. La indignación y la exaltación causadas por las injusticias son saludables porque le dan energía a la acción colectiva, pero deben estar sometidas al buen juicio, a la reflexión y al análisis. Me parece estupendo que hayan quitado a Sebastián de Belalcázar del morro de Tulcán, celebro que hayan abierto el debate sobre la simbología colonialista del espacio público. Lamento que hayan dañado la estatua, que hayan perdido la oportunidad de resignificarla, de llevarla a una celda, de convertirla en una muerte a caballo o simplemente cambiarle la orientación para que pareciera irse. También lamento que se nos estén cerrando los caminos de diálogo, de concertación y de coexistencia pacífica.

Para subsanar una injusticia, se debe ser muy cuidadoso con el método que se elige, porque un método inadecuado puede ser el fin de la injusticia presente y, simultáneamente, la semilla de injusticias futuras.