La hipocresía como valor

Uno de los valores/antivalores de Occidente, tanto entre los ciudadanos como entre las naciones, es el de la hipocresía. Pero de manera hipócrita, nadie lo acepta. En el plano personal, por ejemplo, la hipocresía nos permite conservar las buenas maneras cuando quisiéramos mandar a alguien al infierno. La hipocresía puede verse también como autocontrol emocional, una virtud muy valorada en nuestros días. Y es que la línea divisoria entre hipocresía y autocontrol está difuminada. Entre las naciones, la hipocresía se viste de diplomacia. La diplomacia es un ámbito en el que, a punta de eufemismos, giros retóricos y reuniones galantes, hasta lo innoble y lo perverso, lucen bien.

La hipocresía, la diplomacia y las dramaturgias del poder son puntales que sostienen el metarrelato de la civilización. Esta gran ficción intersubjetiva en la que somos una sociedad de naciones independientes y respetuosas entre sí, algunas democráticas —qué primor—. Además, dirimimos nuestras diferencias mediante el diálogo, los canales diplomáticos y en algunos casos en las cortes internacionales. Es un bello ideal.

La tensión entre lo formal y lo pragmático

Los derechos humanos, las garantías al debido proceso y el sometimiento de la fuerza armada a las leyes, hacen parte de un ideal civilizatorio. Este ideal está escrito en las leyes y en los tratados internacionales de los países, es decir, configuran la estructura formal de la sociedad. Pero más allá de lo formal, existe otra realidad más impredecible y más compleja a la que llamaré la estructura pragmática de la sociedad. Las dos estructuras, la formal y la pragmática coexisten y están en permanente tensión. La primera busca domesticar el caos, imponer previsibilidad y orden mediante la coerción y la persuasión institucional. La segunda, moldeada por fuerzas múltiples, rehúye el control total y tiende a desbordar los límites legales. Las estructuras formales pueden cambiar con rapidez —basta un decreto o una nueva constitución—, pero las pragmáticas lo hacen lentamente, a veces a lo largo de generaciones.

En Hispanoamérica, por ejemplo, el día en que dejamos de ser virreinatos y nos convertimos en repúblicas, la estructura formal cambió de inmediato, mientras que la pragmática apenas comenzaba a transformarse. Podemos cambiar las leyes de un día para otro, pero las costumbres, los hábitos de poder y las relaciones sociales requieren tiempo y múltiples generaciones para transformarse.

Un ejemplo esclarecedor lo ofrece el libro Gamonales, del Dr. Alonso Valencia Llano. Allí se muestra cómo las tensiones entre ambas estructuras se manifestaban en el siglo XIX. Juan Evangelista Conde, fue un militar santandereano a las órdenes de Tomás Cipriano de Mosquera que con el tiempo llegó a ser el principal gamonal liberal de Palmira; Juan Evangelista encarnó esa armonización entre la ley y la realidad. La sociedad caucana, formalmente compuesta por ciudadanos iguales ante la ley, seguía rigiéndose por jerarquías heredadas del orden virreinal asociadas a la posesión de la tierra. Los gamonales, dueños de poder económico y militar, protegían a sus partidarios y, a cambio, les indicaban por quién votar. En la lógica formal, eso era constreñimiento al elector, un delito; en la lógica pragmática, era la adaptación funcional de una estructura desigual a un nuevo marco republicano.

Los liderazgos y la tensión

La estructura formal representa, muchas veces, nuestros anhelos de una sociedad mejor; sin embargo, tales anhelos requieren tiempo para realizarse. Es deseable que quienes lideran las instituciones sean conscientes de la distancia —y la tensión— entre la norma y la práctica.

Donald Trump es todo lo opuesto a un líder consciente de la complejidad del mundo que lo rodea. Como un elefante en una cristalería, este tipo se ha dedicado a hacer añicos las formas en una orgía de vanidad y torpeza. Cuando los representantes de un Estado rompen alevosamente las reglas que dicen seguir, están menoscabando, no solo el orden legal, sino a toda la gran ficción intersubjetiva que organiza y contiene a la sociedad. Al abandonar la hipocresía, es decir, la diplomacia y las buenas maneras, solo queda el poder real. En el caso de USA, un poder militar y económico sin parangón en la historia humana.

En el ámbito local, tampoco estoy seguro de que el presidente Gustavo Petro advierta plenamente la tensión entre lo formal y lo pragmático. Confía, quizá en exceso, en la fuerza de las estructuras legales, que son, a fin de cuentas, de papel. A pesar de lo que proclama la Constitución, aún no somos un país plenamente independiente: ni en lo económico ni en lo militar. Tal vez éramos más autónomos en el siglo XV, cuando pertenecíamos al Reino de España al que le obedecíamos aunque no cumpliéramos. Las potencias han sido condescendientes, manteniendo el metarrelato mediante tratados, diplomacia e hipocresía, para conservarnos dóciles en su órbita. Ahora que la estructura formal de Occidente se resquebraja, aflora la realidad desnuda.

¿Cómo veo entonces el proceder de nuestro actual presidente?

Veo dos aristas opuestas. Si creemos que los ideales de la estructura formal —derechos humanos, soberanía, justicia y verdad — deben guiar siempre la acción y la palabra, Petro es un valiente que ha enfrentado con entereza la ignominia imperial, ha denunciado con firmeza las violaciones de los derechos humanos tanto en Palestina como en el Caribe, señalando con acierto que la prioridad de la humanidad es la defensa de la vida y no los mezquinos intereses de la codicia y la vanidad.

Si aceptamos que existe una estructura real de poder internacional cada vez menos atenta a las formas, su actitud parece ingenua: un líder que desafía al monstruo delirante sin medir el riesgo. Un estadista debería actuar con serenidad y astucia, más como ajedrecista que como boxeador, consciente de que en el terreno de la fuerza tiene todas las de perder.

De poco nos sirve la independencia formal si no conquistamos la independencia real. Ésta exige seguridad alimentaria, alto desarrollo en ciencia y tecnología, una economía potente y desde luego un poder militar que nos permita disuadir de intromisiones a los otros poderes reales. No tenemos nada de eso. Así que estamos obligados a proceder con cuidado y buen tino en el tembloroso orden mundial.

El gran desafío

Más allá de las preocupaciones coyunturales, lo que me preocupa es la destrucción de nuestra gran ficción. El orden mundial se encuentra en una etapa de cambios acelerados. La ONU, una de las máximas expresiones del actual metarrelato planetario, languidece y las potencias cada vez le prestan menos atención. Los poderes pragmáticos de las grandes corporaciones y los complejos militares cada vez confían más en la fuerza que en la diplomacia. Mientras escribo estas líneas veo un titular de prensa que habla del crecimiento en bolsa de las empresas armamentísticas. La dependencia de la fuerza por encima de las formas institucionalizadas menoscaba la legitimidad de los sistemas de gobierno. Al debilitarse la legitimidad de las instituciones, la gran ficción intersubjetiva se rompe y es la violencia la que toma el protagonismo en la regulación de las sociedades, es decir, al perder las instituciones su capacidad de contener el caos, este se desborda y se apodera de aspectos de la vida social que se tenían bajo control.

Una neotecno-barbarie amenaza a los pueblos del mundo. Muchos Estados del planeta, hipotecados con préstamos, se han convertido en fachadas vacías de otros poderes obcecados por ambiciones imposibles de satisfacer. Las formas apenas se han empezado a deteriorar, pero el deterioro se ha acelerado. La inteligencia de la especie debe levantarse y prevalecer. Las dramaturgias, las hipocresías y las ficciones son necesarias para tener sociedades organizadas, es decir, sociedades más predecibles, más vivibles ¿Podremos reparar la gran ficción actual? ¿Lograremos crear unas nuevas y mejores estructuras formales que contengan la locura? ¿El nuevo orden mundial aparecerá recién después de una gran catástrofe de violencia e irracionalidad? No tengo idea. La humanidad enfrenta quizás el mayor desafío de su historia. Dispone también de la mayor cantidad de conocimiento que alguna vez ha tenido. Ojalá al final la cordura, la inteligencia y la sabiduría logren someter a la insanía, la villanía y la vanidad.