Contrario a lo que se pensaría, en el bestiario sentimental no hay opuestos; si se quiere, habrá distintos. Es así que, si para la jornada anterior hablaba de los solitarios, la criatura que más se le refleja no es, como se esperaría en una lógica fácil, el acompañado, que en realidad no sería un acompañado sino un dependiente, porque en cualquier caso todos lo somos, todos dependemos. Los más lastimeros, de las otras personas, del qué dirán, de otro cualquiera que les esté, en fin, de cualquier cosa que haga bulto ontológico al lado de su existencia. El caso es que aquel opuesto no sería ese porque, como dije, dependientes somos todos, sino más bien una forma del dependiente más compleja y llena de parapetos particulares, hablo de las personas gancho.

Ahora sí, verlos ahí, tan independientes, tan complejos, tan dueños de sí. Verlos ahí mirando con unos ojos que juzgan y guardan un silencio guasón viendo cómo nos desmigajamos en frente de ellos ante cosas tan baladíes como zurcir una camisa, hacer una sopa u organizar una tenida entre amigos cordiales. Las personas gancho guardan entre sus formas complejas y hasta obtusas una sensibilidad rayana en lo vulnerable. En medio de sus capas de egoísmo y dureza que nos mira está un ser dependiente que no ve la hora, la sagrada hora en que les pidamos ayuda porque nos sabemos mucho más vulnerables o inútiles que ellos. Lo que ignoramos casi siempre es que aquella flaqueza de nosotros, esa inutilidad y desconocimiento para movernos igual que las personas gancho son un producto de ellos mismos que insertaron en nosotros.

El quid del asunto es que precisamente se trata de personas que nos sujetan y jamás nos sueltan. Estamos adheridos a ellos por un anzuelo, un gancho invisible que nos arrastra haciéndonos pensar que los necesitamos, que en efecto así es, pero porque las personas gancho así lo quieren y así lo necesitan. Su objeto es crear ejércitos de inútiles que los busquen por consejo, cobijo o esperanza porque tienen, en este caso, el bendito don de crearnos dependencia de ellos haciéndonos la vida fácil sin que nos demos cuenta, viviendo por nosotros los sufrimientos naturales para los que hemos nacido con el fin de tener la fortaleza para poder romper el cascarón.

Pero así no es, porque ellos lo rompen por nosotros y mueven nuestras piernas fofas en este mundo de penumbras, caminan por nosotros las personas gancho, abren nuestros picos y estimulan nuestras alas para que volemos, al fin volemos, pero no muy alto, no muy lejos, no muy bien para tener que volar siempre al lado de ellos. Lo peor es que nos humillan por la fuerza y brillo de sus alas, por sus garras que desmenuzan serpientes, por sus heridas de batalla que nosotros no tenemos. Nos desprecian en voz alta por no ser aves de presa sino del corral que construyeron para nosotros y entonces nos vemos a su lado como halcones que pían buscando calor y abrigo.

Las personas gancho lo necesitan porque dependen de nosotros para poder ser ellos. Su objeto es la utilidad que buscan los otros en ellos, sin eso se sienten proscritos, olvidados, vulnerables. Saben que su sentido se halla en la pupila anhelante que los mira en busca de ayuda, por eso cuando se ven reflejados en ese brillo sonríen para adentro y aparentemente nos ayudan a regañadientes, pero con el corazón henchido porque tiene sentido una vez más su existencia. Sin los demás no serían nada, de ahí que se devanen y quiebren su energía ayudando a otros, pues saben que en realidad se están ayudando a ellos mismos.

Dice uno de lejos: oh, qué persona abnegada, pero en realidad tenemos un ancla atravesada que nos arrastra hacia ellos inexorablemente. En el fondo somos más fuertes porque admitimos que les necesitamos, ya no nos da pena sabernos genuflexos pidiendo ayuda; en cambio, ellos tienen que construir todo su entramado y fingir una fortaleza que no poseen para que su orgullo quede siempre en pie, ser el lugar sagrado al que se recurre, que todos los pasos, como Roma, lleguen a ellos. Piedra angular se creen y al final son personas gancho mirando desde no sé qué altura sus dominios, luego, al final de la noche se acuestan temerosos de no ser igual de fuertes al siguiente día y que ya no los necesiten para que por fin se cumpla su temor, verse solos como los solitarios que habitan en otros cuartos.

No sé ustedes, pero regularmente a esas personas gancho se les llama madre y sí, no saben cuánto la estoy necesitando.