“Tiene cara de malo” contó que le habían dicho. Mi madre se ofuscó porque no le parecía que ese fuera un argumento válido para rechazar a un niño y su deseo de ser el príncipe protagonista de la obra. Toda queja resultó fútil porque parecía haber consenso y mi amigo, el niño, hizo de antagonista. En muchas ocasiones me pregunto qué será de la vida de él, si aquella experiencia fue tan prominente como lo fue para mí y si eso habrá dejado alguna huella que afectara su futuro y su forma de percibirse.

Aún me sorprendo mucho cuando se dice de una persona si es buena o mala, si es culpable o inocente según su rostro o su cuerpo. Pareciera que mucha gente sabe, de antemano, cómo es una persona con sólo verle la cara. Quizás, no es en vano que circule tanto y sea tan vigente la metaforización “los ojos son la ventana del corazón” o “la cara es el espejo del alma”.

En el siglo XVI se publican, en el Viejo Mundo, una serie de estudios que relacionaban las líneas de la frente con los designios de la astrología: se podía ver en la frente la buena o mala fortuna, el carácter, algún síntoma de una enfermedad o un estigma social. La metoposcopia era al rostro lo que la quiromancia a la mano.

Aquellas prácticas tenían cierta tradición pero ya estaban relativamente institucionalizadas. Aquello finalmente se sacó de las ciencias físicas, naturales y médicas, pero su legado nos llega a nuestros días. Un caso particular y muy polémico fue la frenología del siglo XIX. En Colombia, y en varias partes de Latinoamérica, al día de hoy, se sigue leyendo la mano, el tabaco, el poso del café y quizás otras más que desconozco.

Más allá de los esotéricos medios de adivinación y de sofisticados sistemas de asociación entre astros y destinos, me llama la atención eso que el afamado sociólogo francés denominó habitus. Es decir, aquella lectura que hacemos de los demás miembros de una u otra sociedad a partir de elementos semióticos difíciles de encadenar teóricamente: formas de caminar, formas de mirar, de oler, de agarrar cosas, de mover los brazos, de sentarse, vestirse, y un largo y confuso etcétera.

En esa misma línea recuerdo el decir generalizado sobre Ratzinger: tiene cara de malo. Con ojeras, una sonrisa afectada y un ceño fruncido la maldad parecía brotar de sí. Los antecedentes con el nazismo parecía entonces hablar a través de su cara. Si mal no recuerdo, había un consenso bastante fuerte en la caracterización del retirado papa.

Estas retóricas sobre el cuerpo, sus movimientos y aditamentos dependen mucho de los círculos sociales. Sin embargo, de alguna forma identificamos maleantes o inofensivos transeuntes a grandes distancias sin nunca antes habernos cruzados con ellos. Ahora, quizás por el uso de tapabocas nos cambia la información: el más cuidadoso o temeroso con ciertos tapabocas especializados, el más vanidoso con un curioso diseño, el descuidado que lo lleva mal, y así.

Las formas de leer los cuerpos se van actualizando. Los medios de comunicación, la industria del entretenimiento, el arte, la política, nos orientan en estas formas de ver a las personas. Quizás por eso son tan potentes las afrorreparaciones y las inclusiones femeninas y trans en la industria del cine. Ello nos ayuda a cambiar la mirada que les recae o por lo menos a complejizarla.

En una actualidad donde, como dice Zizek, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, la economía se alza como la gran forma de relacionarnos. Incluso, a los estereotipos y formas prejuiciosas se les ha denominado economía cognitiva. Mi anhelo es que no ahorremos tanto en conocer a las personas y en tratar de comprenderlas mejor. Quizás así miremos con otros ojos.