El 25 de agosto de 2019 salía de clase en la universidad y rumbo a la salida vi una gran aglomeración. Al ver el cartel de la foto supe que se trataba de una convocatoria a participar en un reality; segundos después de tomar la foto, se me acerca una señora con ese aire arrogante que tienen los empleados tercerizados de última categoría de los canales de televisión y se entabla la siguiente conversación:
–Señor, no puede tomar fotos.
–Pero yo pude, acabo de tomar una foto.
–No, pero esto es un evento privado. No se pueden tomar fotos.
–Yo no he tomado fotos.
–¡Pero yo lo vi tomando una foto!
–Sí, yo tomé una foto.
–¡Que no se pueden tomar fotos!
–No, yo no he tomado fotos…
Seguimos unas cuantas interacciones más hasta que ella, furiosa, llamó a un señor que parecía mínimamente más importante. Con él acordamos que yo no borraba la foto pero tampoco la subía a Twitter ni a Instagram antes de no sé qué horas.
Me encaminé a la salida y observé con detenimiento la inmensa fila de personas que, ansiosas algunas y cansadas otras, esperaban el momento de su audición. Era todo un carnaval de gente disfrazada y quieta en una fila que era, como todas las filas, una jartera. Estaba una Celia Cruz comiendo papitas Calima, dos puestos atrás un Héctor Lavoe jugando solitario en el celular, un Oscar Golden (creo) brillando unos zapatos muy viejos con un trapito, también había una Paloma San Basilio terminando de arreglarse la peluca, un viejito flaco con un vestido cruzado que le quedaba grande y la mirada fija en el suelo, ¿será que se llamaba Tin Tan? Había una señora igualita a Paul McCartney y dos muchachos con el inconfundible peinado de Galy Galiano.
Seguí caminando y veía gente cuyo artista de referencia no lograba identificar, tres tipos que tenían pinta de polémicos comerciantes de Puerto Boyacá, una muchacha que parecía la mezcla de Lady Gaga con la Chimoltrufia, una drag queen, un tipo muy bien vestido que se sacaba restos de comida con un palillo y casi al final una enana vestida como Enrique Bunbury. No pude evitar sentir algo de curiosidad por esas personas, muchas, seguro, con grandes cualidades artísticas, algunas quizás por gusto y otras llevadas por la circunstancia habían decidido encarnar gente famosa para alcanzar un pedacito de esa anhelada fama.
Salí de ahí y me quedé pensando en el tema de ser imitador, y es que, claro, ser un muy buen imitador no deja de ser algo notable. Es todo un acto de teatralidad puesta al servicio de recrear a otro, tenemos casos de grupos encargados de imitar al detalle a The Beatles o a Queen que son fantásticos. También existen los imitadores bufos, que hacen una caricatura de sus imitados, como aquel dueto que hiciera las delicias de los mexicanos en los años sesenta y setenta llamado Los Polivoces y tantos otros que se me escapan.
Pero por alguna razón el espectáculo ante mis ojos no me era grato, es claro que uno imita a quien admira y la verdad muchos de esos personajes no me parecen dignos de admiración. El sistema de creación y difusión de objetos culturales ha sido cooptado por las lógicas de la acumulación del dinero. Los artistas son entonces valorados más por su capacidad de llamar la atención que por lo que realmente hacen, solo vale si y solo si produce rating ¿Que el tipo canta mal? Sí, pero produce rating, ¿que solo canta obscenidades? Sí, pero produce rating y esa dinámica hace que las expresiones más pensadas, esas que requieren un poco más de elaboración, se van moviendo hacia las periferias.
La fama es quizás el anhelo principal de muchas personas que participan en estos concursos y de muchos artistas en general, no es que la fama sea mala per se, pero no es lo mismo hacerse famoso por el trabajo que se hace, que trabajar para hacerse famoso. Prefiero a la fama como una consecuencia de hacer las cosas bien, que como un fin en sí misma. Veo a muchos artistas con hambre de hacerse famosos, no de destacarse por sus aportes a la cultura. Entre los efectos adversos de esta situación es que mientras muchos payasos sin talento ostentan unas economías muy fuertes, multitudes de artistas talentosos y comprometidos con su trabajo no llegan a fin de mes.
A la larga todo esto es consecuencia de que no somos un país respetable, somos un Yo me llamo, imitamos las instituciones de las repúblicas democráticas, con un sistema judicial que imita la justicia, un poder legislativo que imita a un inodoro, y un presidente que imita a un expresidente que, a su vez, imita a un capo del narcotráfico que imitaba a Al Capone. Por eso acá todo funciona a medias, porque somos la imitación, la copia, el Yo me llamo.
Y creo que así como Colombia llegará a ser un país respetable el día en que encuentre su propia razón de ser en la Historia, muchos artistas pasarán a a ella el día en que se atrevan a ser auténticos. El día que dejen de estar imitando pendejos, persiguiendo la fama, buscando el éxito y amistándose con comerciantes polémicos de Puerto Boyacá. El día que entiendan que el trabajo del artista es quizás uno de los más importantes que tenemos, porque a la larga el arte es lo único que queda. Muy triste si doscientos años en el futuro, este, nuestro tiempo, es recordado por las canciones de Jessi Uribe, los chistes de la Liendra, los poemas de Aura Cristina Geithner o los flojos realities de la televisión privada.