La contemporaneidad nos ha hecho mucho daño, no cabe duda. Uno de los tantos oprobios que nos ha acometido ha sido el de cambiarle el nombre al profesor, que en cierto punto se vuelve «profe» e incluso puede llegar a ser un simple «pro», pero en cuya semántica, esperaría, se encuentra la definición de alguien que es capaz de la rosa y de la espina. Un «docente» no me invita a pensar nada de eso. Docenciar no es un verbo.
No son padres, amigos ni amores y sin embargo nos pueden despertar, según su tipología, respeto, confianza o sentimientos, pero más allá de eso siempre habrá alguno que nos insufle en el momento adecuado el aliento para encaminarnos al encuentro de nosotros mismos. He sido un hombre de profesores, tengo la fortuna de contar gratamente con ellos en mi memoria e incluso en mi cotidianidad.
Siempre he defendido que los profesores tienen una misión más allá de mortificarnos con operaciones matemáticas, nombres científicos, capitales o fechas y nombres. He defendido hasta el hartazgo que su misión es estar en el momento justo diciendo la palabra precisa. Un profesor debe estar en capacidad de dar abrazos, ofrecer perdones infinitos y sentar su oído para lo que sea que tengan para decirle: una queja, un reclamo, una excusa o una sonrisa. Así mismo, debe estar dispuesto a secar lágrimas o hacerlas brotar cuando el momento lo exige.
Como verán, no he dicho llenar formatos, llamar a lista o reunirse en tediosas jornadas que buscan desde los años del ruido mejorar el proceso formativo y hasta donde supe, aún no lo logran logramos. Cada vez más les han quitado la facultad de poder ser ellos. Al que enseña la autodeterminación de los pueblos está supeditado al cronograma del currículo. Al del tiempo antecopretérito lo han dejado pluscuamperfecto con los nuevos indicadores que estableció el Ministerio para lenguaje. A los profes de biología los tienen disecados y anaeróbicos con tanta temática y así a cada uno de ellos y la magia (negra o blanca) de su materia cada vez va perdiendo brillo por los aciagos procesos de calidad.
Soy de las últimas generaciones en las que la palabra del profesor era palabra divina; eran amos y señores de su salón, pero lo más importante de todo, no tenían un colegio-empresa que los medía, cuantificaba, les establecía indicadores y demás truculencias empresariales. Estudiantes y padres eran víctimas iguales de ellos, pero no habían hecho la alianza macabra de ahora en la que el estudiante acusa de sobrecargas y el padre de laxitud; en la que el alumno tira por un lado alegando acoso y el padre tira por el otro argumentando falta de preocupación y entre ambos menoscabos de compromiso, compresión, tiempo, afecto, presentación personal, preparación y todo lo que se les ocurra.
Para mí esas señoras y señores intimidantes, cada cual a su manera y limitaciones afectuosos, no son docentes, son profesores (de profesar; que profesan) con sus frases de cajón, halitosis, abrazos, gritos y miradas calcinantes que para bien o para mal me condujeron a este mundo. No hay nada más gratificante que se profesor de alguien, porque así te odie y pasen los años tendrá que verte en la calle y saludarte como su profesor; claramente prefiero a quienes lo hacen con gratitud y cierta esperanza de que aún se recuerde su apellido, dicen dos o tres cosas que recuerdan y saludan, saludan cálidamente y hasta buscan en algunos casos convertirse en los preferidos, como si aún tuvieran tiempo para eso.
En mi caso quienes más me afectaron fueron los de «español». Recuerdo una en primaria que me decía Aníbal, jamás supe por qué. A la profesora Lucero, sus blusas ceñidas y ondulaciones entre el encuentro de los botones. Recuerdo a Magnolia y su voz estentórea, grandes caderas y la típica imagen de profesora intimidante, pero íntegra; ella decía que yo era el Judío Errante. En el caso de los hombres no puedo dejar de mencionar a Arley, un tipo rarísimo y gratamente degenerado cuajado de palabras raras, referencias, títulos, datos y carcajadas burlonas; tengo la suerte de contarlo ahora como amigo. Luego está Terranova, a él le debo el hábito de escribir poemas y la duda de que sean míos.
En el fondo tengo una imagen de una mujer muy joven dándome clases en mi casa, creería que con ella leí mi primer libro, tenía ojos pequeños y brillantes y querría pensar que una voz dulce, tal vez sea el Génesis de mi acercamiento a esa materia. En la universidad fue otra cosa, grandes maestros, otros que me enseñaron con el mal ejemplo, pero aprendí de cualquier manera cualquier cosa, más mañas que datos, pero han sido esas mañas las que me han hecho en parte el profesional que soy hoy. Una Vivian y su manera onírica de conversar y hacer todo, un Jhon Jairo y sus pucheros para señalar desdén, un Mauricio y su permanente existencia en otra dimensión, una Carolina y su capacidad para irritarse por mi culpa, un Carrero que me soporta y lidia todavía. Pobre gente por padecerme y pobre de mí por conocerlos.
Para ser justos, el sentido de todo este maremágnum ha sido por pensar en un profesor en especial. Un hombre altísimo, rotundamente calvo y con una sonrisa que me daba a entender que podía conquistarse incluso a mi novia de esa época (confesó estar derretida por sus maneras y sonrisa). Pensaba en él con gratitud y agradecimiento, pero también en busca de respuestas sobre todo lo que pasa aquí. Hace ya algunos años que murió injustamente, como creemos que mueren todos los que sentimos cercanos.
Cuánto me gustaría poder saber qué estaría diciendo con sorna y humor finísimo, con las gotas precisas de acidez y reflexión, con la elegancia que lo caracterizaba. Me gustaría volver a sentarme, abrir mis redes sociales y ser un alumno de nuevo por escasos minutos para leer la lección semanal de Américo al tablero y así poder admirarle.
A Caleridades, nuestro chat familiar, ha llegado tu artículo. “Al maestro la maestría, al profesor profesar, al docente nada”.
Tu referencia a nuestro hermano Américo nos ha estremecido. Fuimos colegas y sé que era un maestro extraordinario, pero es muy emocionante oírlo de uno de sus alumnos. Te copio textualmente un comentario de mi hermano Gerardo:
El retrato que hace, con unas pocas líneas, es preciso… y precioso.
Gracias Camargo.
Lida
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«Soy de las últimas generaciones en las que la palabra del profesor era palabra divina; eran amos y señores de su salón»
En una época fui casualmente profesor (de arte), por allá en el 2004 al 2006. Y enseñé de una manera diferente, sobretodo irreverente, incluyente; logré que muchos que creían no tener nada artístico en su ser, lo encontraran. Qué satisfacción ver unos ojos apagados iluminarse de repente al descubrir alguna habilidad escondida… en unos pelaos’ sin esperanza de tenerla… Algo muy gratificante. Hoy día, esos chicos han cambiado físicamente y a muchos podría no reconocerlos en la calle, de hecho me pasa y cuando escucho «¿profe cómo está?» me lleva a ese tiempo y ese respeto peculiar que se gana un profesor, me infla, no con arrogancia, sino como quien se siente querido y que es importante en la vida de alguien. También ese encuentro extrañamente me hace erguir mi cuerpo, como si me jalaran una cuerda amarrada en mi nuca hacia arriba, me hace subir el tono de voz y evito mascullar la respuesta de «jeje, todo bien, joven». Los profesores han tenido que aceptar que piensen que son seres de otro mundo, lo que deben hacer es sacarle toda la ventaja posible como lo hacemos con tanta nadadería de la filosofía y la metafísica.
Mis respetos profe.
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